A Jaime lo despertó el silencio. Ese instante fugaz que tienen algunas ciudades -entre el alba y el amanecer- cuando la bola de raido se queda quieta, suspendida encima del aro de concreto de los edificios, antes de rebotar contra el pavimento convertida en sonido.
El niño entreabrió los ojos a una claridad borrosa, con el sentimiento de que algo faltaba, algo
familiar que siempre lo despertaba en las mañanas. Su cerebro, aún adormilado, produjo una imagen: cresta altanera, ojos de punta de dardo y un caminar presumido. ¡Un gallo! ; Por primera vez en sus once años no lo despertaba el canto del gallo! Incorporándose, se refregó los ojos con ambas manos a la vez, y miró a su alrededor. Sorprendido, se encontró sobre las gradas de piedra que daban a la puerta de un almacén y no en la pequeña cama de metal, en la habitación que compartía con su padre.
Jaime se irguió asustado. El cuerpo le dolía por la forzada posición en la que había dormido. Los periódicos con los que se tapara durante la noche volaron con el viento y se esparcieron por el andén. Justo en ese instante los recuerdos del día anterior vinieron a su mente y recordó de golpe que no se encontraba en la pequeña parcela de su familia sino en la ciudad desconocida. Con el corazón latiéndole aceleradamente revivió en su mente, como si fuera una película, todo lo acontecido desde el momento en que había tomado el bus en el pueblo -junto al padre y la tía- para ir a la capital, hasta la llegada al aeropuerto.
Recordó a su padre despidiéndose de él, haciendo esfuerzos inútiles para no llorar, pidiendo a su tía que lo cuidara, prometiendo que todos los meses mandaría dinero del trabajo que encontraría en el extranjero. Un abrazo, un beso en la frente, unas palabras de advertencia y una última mirada. Luego la figura de su padre alejándose, partiendo igual que su madre había hecho antes, de la misma manera que tantos otros adultos habían abandonado el pueblo. Cuando Jaime miró por última vez la espalda de su padre, a punto de desaparecer entre los otros pasajeros, su pena se transformó en ira. Y aún en ese instante, al recordarlo, volvió a sentir la misma rabia del día anterior, una rabia profunda y dolorosa que había puesto en movimiento sus pies obligándolo a retroceder del lado de su tía -despacio para que no se percatara- y que luego, lo había hecho correr ciegamente y huir del aeropuerto por una avenida.
Mientras corría le llegó su nombre con el viento en la voz angustiada de la tía, pero esto no lo detuvo. Quería ser él el primero en huir, antes de que su padre lo hiciera hacia esa tierra lejana, esa Europa desconocida con países llenos de ciudades con nombres difíciles o impronunciables que ejercía tal fascinación entre la gente de su pueblo.
Cuando Jaime llegó a una intersección de dos grandes avenidas, se detuvo respirando con dificultad. Miró hacia atrás. Ya había puesto bastante distancia entre él y el aeropuerto. Las sienes le latían como si el corazón se le hubiese trepado a la cabeza y sintió náuseas. Se arrimó a un poste de luz, sosteniéndose con una mano mientras escupía.
Esperó hasta sentirse mejor y se dispuso a cruzar la calle cuando un bus pasó raudo rodeándolo con una nube de humo negro. Sorprendido, trató de retroceder, pero se tropezó con el filo de la acera y cayó. Entonces, escuchó una risa.
-¡Tonto! Casi te mata el bus. ¿Acaso no sabes la canción del semáforo?
Era una niña harapienta quien hablaba. Llevaba en sus manos una caja con dulces y lo miraba con ojos burlones.
-¿Ves? Ahora está roja, roja -repitió señalando el semáforo-. Ro-ja me de-teeengo, veerde paso -cantó con voz chillona.
Jaime sintió que su rostro ardía, incluso más que las manos con las que había detenido el golpe, y se puso de pie en silencio, ignorándola. Otro bus se acercó y se detuvo junto a los niños.
-¡Vamos! -ordenó la niña, halándolo por un brazo con pasmosa familiaridad para alguien que apenas lo conocía -. Vamos, este bus tiene «cola». Ven, agárrate antes de que salga disparado.
El deseo de huir que Jaime había sentido antes volvió con más fuerza y, en un instante, se encontró subido en una escalera que iba desde la parte trasera hasta el techo del bus.
El bus arrancó acelerado y siguió por una avenida ancha. Un policía pitó su silbato, la niña le sacó la lengua y miró a Jaime con una sonrisa inocente. Sin poder evitarlo, el muchacho le de-volvió la sonrisa con timidez.
Ahora sí que se alejaba con rapidez y no le importaba hacia dónde iba.
-¡Qué bueno que nos subimos! ¿Ves cómo corre? Es que estos buses hacen carreras entre ellos -explicó la niña-. Ahí está el otro, ya casi nos alcanza. Agárrate bien que el chofer va a acelerar.
Los dos se sujetaron a ambos lados de la escalera de hierro. Jaime lo hacía no solo con las manos sino también con las piernas -por el miedo a caerse- en tanto que la niña parecía flotar y apenas se sostenía con una mano, mientras que los dedos de sus pies descalzos se curvaban alrededor del peldaño inferior de la escalera.
Jaime la miró con interés. Parecía ser de su misma edad aunque actuaba con una autoridad que le hacía aparentar más años. Vestía un suéter amarillo deshilachiado en los puños y una falda azul descolorida que se notaba que le quedaba demasiado grande, porque la llevaba doblada en la cintura y sostenida por un pañolón verde. Su cabello era una maraña de pelo claro que el viento arrojaba por todos lados y que al muchacho le recordó las crines de los caballos. Su rostro trigueño se hallaba surcado por rayas de suciedad que bajaban hasta el cuello, donde lucía un collar de cuentas descoloridas de plástico de colores.
-¿Qué me ves? -preguntó en tono desafiante.
-¡Tu vejez! -se contestó ella misma riéndose. Cuando se reía fruncía la nariz y sus ojos verdosos danzaban con picardía.
-¿Cómo te llamas? -preguntó Jaime olvidándose de sus problemas, contagiado por el buen humor de la niña.
-Eres curioso, ¿no? Primero dime cómo te llamas tú.
-Jaime.
-Bueno. Yo me llamo la Flaca, para mis amigos y para mis enemigos.
—Pero ese no es un nombre -protestó Jaime -. Es un apodo. ¿Cuál es tu nombre?
Antes de que pudiera responder, el bus se detuvo. Un hombre joven saltó por la puerta delantera, caminó hacia los niños y les gritó enojado.
Ellos se bajaron de un salto. La niña empezó a correr y Jaime corrió detrás de ella hasta detenerse delante de un centro comercial.
La Flaca dio vueltas alrededor de Jaime y lo analizó con curiosidad. Era un niño robusto de tez pálida aunque al momento tenía el rostro encendido, con el cabello pegado a la frente sudorosa. Sus ojos oscuros y redondos parecían estar a punto de saltársele del rostro. La niña se detuvo delante de él.
Jaime se sintió nervioso, bajó la mirada y optó por limpiarse las uñas de las manos para di-simular su vergüenza.
-¿De dónde vienes? Porque no eres de aquí, ¿verdad? -preguntó la Flaca señalándolo con un dedo -. Se me hace que eres de algún pueblo, ¿no? Tienes aspecto así de inocentote, y ves todo con ojos grandes como que no conocieras nada de na¬da. Aja, y vas bien vestido y con zapatos nuevos... mmm -añadió-. ¿Tienes dinero? ¿Cuánto llevas? Porque me puedes comprar un chocolate. ¿Quieres uno? Son ricos. -La niña extendió su caja de dulces a Jaime, que la miraba inquieto, sin saber por dónde comenzar a contestar las preguntas.
-No puedo comprarte chocolates porque no tengo... bueno, tengo, pero casi nada; unas pocas monedas y las voy a necesitar para algo más importante.
-¡Fuii, qué mal, loco! No te hagas el que tienes cosas importantes que hacer o que comprar. Te vi venir corriendo y con cara de perro apalea-do. Solo te faltaba el pedazo de soga al cuello. Algo me dice que te escapaste de algún lado y ahora estás perdido.
Jaime se admiró de la percepción con que la Flaca se dio cuenta de su situación.
-No estoy perdido ni me he escapado de ningún lugar, pero no quiero regresar de donde vine
Ahora mismo no, sino cuando me dé la gana -mintió contestando de mala manera.
-¿Ah, sí? Y, ¿de dónde vienes? -preguntó ella en tono conciliador.
-De por ahí -Jaime señaló hacia un lugar in-determinado y frunció el entrecejo. La verdad era que aunque hubiera querido volver en ese momento al aeropuerto, no habría podido hacerlo, cosa que empezó a inquietarlo. Decidido a fingir una tranquilidad que no sentía, preguntó:
-Y tú, ¿a dónde vas?
-Pues a trabajar, vendiendo en la calle, a pocas cuadras de aquí.
Repentinamente, Jaime sintió el peso de la verdad con la que minutos antes ella lo encarara: que él era un fugitivo. Un fugitivo que no conocía a nadie en la gran ciudad ni tenía lugar alguno adonde ir.
-Yo puedo ayudarte a vender los chocolates..., si quieres -las palabras hacían salido de su boca tan rápido que lo sorprendieron a él mismo.
La Flaca también se sorprendió. Que alguien quisiera ayudarla le parecía novedoso,/ pero desconfiaba de la gente. Aunque el muchacho parecía honesto... y si no, tal vez podía sacar provecho de la situación. Además, qué le importaba a ella este niño desconocido.
-Bueno, loco. Si me prometes que me ayudas todo el día y no te vas a cansar enseguida... y que no vas a tratar de huir con el dinero... aunque no podrías llegar muy lejos sin que yo te alcanzara -lo amenazó fanfarrona, haciendo puño con la mano.
-Te lo prometo.
-Te advierto que no es nada fácil; hay que «torear» los autos ofreciendo los dulces y vender¬los también a la gente que camina por la acera. Ahora, cierra los ojos que te voy a explicar -y la niña lo empujó suavemente por la espalda-: Te metes en el tráfico para vender un chocolate a uno de los autos, pero justo por ahí viene un carro a to¬da velocidad -lo agarró por un hombro-. ¡Tú saltas a un lado porque si no te atropella y te mata! -lo haló por la manga del suéter-. ¿Crees que podrás hacerlo? -preguntó la Flaca, luego de la supuesta demostración de los peligros callejeros-. Pero si quieres ayudarme, tienes que ser mi primer cliente -le enseñó un chocolate envuelto en papel brillante sosteniéndolo entre el dedo pulgar y el índice.
Jaime arrugó los labios en un gesto de resignación y metió la mano dentro del bolsillo de su pantalón en busca del dinero. Estaba vacío. Buscó en el otro y también lo encontró vacío.
La Flaca lo observaba con cierta ironía en los labios.
-¡No puede ser! ¡Mi dinero! ¡No tengo nada, ni un solo centavo! -exclamó el niño con el rostro angustiado.
-El Florón está en mis manos, de mis manos ya pasó - cantó la Flaca burlona, refiriéndose a un juego donde un objeto pasa de mano en mano.
El niño se agachó y miró el suelo con la vana esperanza de encontrarlo caído en la calzada.
Uyyy, entonces ya no puedes venir conmigo -dijo la Flaca, meneando la cabeza-. Sin dinero no hay chocolate y si no me compras un choco-late, no puedes ayudarme a vender los otros chocolates -la Flaca pronunció la palabra «chocolate», haciendo sonar con fuerza la primera sílaba.
Jaime se mordió los labios.
-Bueno, entonces te debo lo de un chocolate -dijo, imitando la pronunciación de la niña-. No sé cómo voy a conseguir dinero, pero apenas lo tenga te pago. Mientras tanto te ayudo a vender, como te prometí.
Ella lo miró boquiabierta. Volteó la cara y murmuró algo entre dientes. Luego, se acercó al muchacho. Era ligeramente más alta que él y tenía que bajar la barbilla para mirarlo a los ojos.
Bueno, ya. Llévate tu dinero. Aquí está -su mano sucia se abrió dejando ver varias monedas y un billete.
-Pero... ¡tú te cogiste mi dinero! ¿Cuándo lo hiciste, que yo no sentí nada?
-Pshhh, metí mi mano en tu bolsillo más de una vez y tú... ni cuenta que te diste. Claro que no fue nada difícil porque los bolsillos de estos pan¬talones son flojos, no como los de los «jeans», que se pegan al cuerpo.
Jaime tomó el dinero casi arrebatándoselo de la mano, por si ella se arrepentía de devolverlo. Lo contó con detenimiento, cerró el puño con el dinero dentro y lo metió en un bolsillo sin soltarlo de su mano.
-No seas tonto, Jaime. No lo guardes ahí,
ahora ya sabes que te lo sacan. Tú tienes calcetines; guarda el dinero ahí dentro, bien metido contra el zapato.
El chico iba a decir que sí, que seguro debía protegerse de que «alguien» le sacara el dinero, y que quién sería «ese alguien», pero decidió más bien preguntar lo que más curiosidad le daba.
-¿Por qué me lo devuelves? Yo nunca habría sospechado que tú te habías robado mi dinero.
-Robar, no. Tomarlo prestado. Eso es lo que hago..., a veces, con el dinero de otra gente. Por eso de la sociedad, ¿sabes? La sociedad nos debe mucho -la Flaca se alzó de hombros con gesto petulante -. Justamente eso nos dijo anoche el Calzón Tierno cuando nos contó que se «encontró» una billetera dentro de un bolsillo... de un bolsillo ajeno. Pero si quieres saber por qué te la devuelvo ahora -continuó la Flaca frunciendo el ceño y asintiendo con la cabeza- pues es porque me gustó saber que cumplirías con tu palabra.
El niño había sentido como si al llegar a la ciudad se hubiera introducido en un mundo nuevo, lleno de laberintos desconocidos por donde nunca antes había caminado y que no sabía a qué extraño lugar conducían.
Jaime venía de un pequeño pueblo de agricultores bastante alejado de la capital, en un gran valle conocido por su fértil suelo. En un pasado no muy lejano, su familia había poseído tierras que cultivaban, lo cual les permitía vivir con holgura. Pero con el correr del tiempo, se encontraron con que no podían competir con sus productos en el mercado y que, entre pagar al intermediario que los ayudaba a vender en la ciudad y los químicos para sacar buena cosecha, en lugar de obtener ganancias, les hacían perder dinero. Luego, vinieron los primeros síntomas de los problemas económicos y con ellos florecieron los planes de marchar¬se de allí. La familia de Jaime no fue la única afectada, los demás campesinos del área se vieron en una situación similar y empezaron a emigrar en busca de una mejor vida. Lo triste era que no lo hacían unidos como familias, ya que económica-mente esto era imposible, porque los padres se marchaban primero con la esperanza de conseguir un trabajo que les permitiera enviar dinero a los miembros de la familia que se quedaban atrás.
El lugar cambió de una manera extraña y al mismo tiempo que aumentaba la construcción de enormes casas de cemento -con dinero enviado del extranjero adornadas con torres, balcones sin puertas y ventanas que no se abrían a ninguna parte, el vacío que dejaron las madres y los padres se extendió como un desierto.
Los abuelos, las abuelas y las tías que se quedaron encargadas del cuidado de los niños, muchas veces lo tomaron como una obligación y el cuidado se volvió mecánico, sin lugar para el afecto o la ternura. Aunque varios trataron de cumplir con un deber impuesto, de alguna manera sus esfuerzos no fueron suficientes y un sentimiento de rebeldía se apoderó de los corazones infantiles. Se formaron pandillas que desafiaban la disciplina de los adultos, mientras que el calor familiar se cambió por el cheque que llegaba puntualmente cada mes. En el caso de Jaime, una vez que su madre se marchó a buscar trabajo en el Extranjero, cuando él tenía seis años, su padre se consagró por entero a cuidarlo -era hijo único con una enorme dedicación para un hombre tan joven como él. O quizás fue por esa misma juventud que se unieron tanto: su padre fue quien le enseñó a silbar, a hacer catapultas y a treparse a los árboles para descubrir nidos.
-Oye, ya casi llegamos -la voz de la niña sonó alegre. La Flaca era por naturaleza entusiasta y le encantaba la novedad.
Era una calle de doble vía que bajaba desde una pequeña colina y desembocaba en una avenida bordeada por árboles.
-¿Ves? Esa es la calle. La de al lado no sirve para las ventas, porque no hay semáforo que haga que los autos se detengan, pero dos cuadras más abajo hay otra que también es buena.
Residente de la calle, la Flaca conocía todos los barrios, callejones, avenidas, marañas de callejuelas sin nombre y hasta los pasadizos subterráneos, recuerdos de antiguos desagües de la ciudad.
Y en esa ciudad, la Flaca había sobrevivido ya once años gracias a su astucia y valentía. Dio sus primeros pasos en la cárcel de mujeres donde su mamá estaba recluida por «carterista», actividad que realizaba hábilmente extrayendo las billeteras de los incautos pasajeros de los buses, y aprendió a correr arrastrada por la mano de su hermana mayor -que ejercía el mismo oficio en los mercados- mientras escapaban de la policía y la guardia municipal.
Jaime miró a los niños que vendían en esa esquina, eran tres sin incluir a la Flaca: dos niños y una niña. Se imaginó que ninguno iría a la es-cuela porque era un día entre semana y, a pesar de eso, se encontraban en la calle, trabajando.
-Espera aquí - ordenó la Flaca y se adelantó, con paso presuroso, donde un hombre joven de gafas oscuras y cabello largo y seboso, que se encontraba sentado en la acera con la espalda arrimada a la pared. La niña se puso a hablar animadamente mientras señalaba a Jaime.
El joven pareció molestarse con ella. Se no-taba que la niña estaba insistiendo, pidiendo algo una y otra vez. El hombre meneó la cabeza negativamente y la mandó a callar con un brusco ges¬to de su mano. Ella hizo una mueca de desagrado, se alzó de hombros y volvió donde Jaime la esperaba.
-Ese no permite que me ayudes -dijo, señalando al hombre enojada-. Tengo que pedir permiso a otra persona para que te puedas quedar aquí -continuó la Flaca.
-¿Quién es? -preguntó el niño extrañado.
-Es el Calzón Tierno -respondió en voz baja, tapándose la boca con una mano -. Lo llaman así porque dicen que en el orfelinato donde vivía se hacía pipí en la cama hasta bien mayorcito.
Jaime miró al hombre con curiosidad.
-¡No lo mires de frente! -pidió la niña asustada, al notar que el hombre tenía el rostro vuelto hacia ellos -. Mejor me pongo a trabajar. Si no cumplo con la venta, me va a castigar. Mira, siéntate allí debajo -señaló uno de los árboles- y espera hasta que el Calzón Tierno se marche a controlar cómo van las ventas en la otra calle. Luego hablamos.
Jaime se había sentado debajo del árbol, procurando no mirar en dirección al hombre de las gafas oscuras. Algo en la presencia del Calzón Tierno le daba miedo y desconfianza. Se quitó su suéter porque el sol pegaba fuerte y sentía calor. Lo dobló con cuidado, lo dejó a su lado y miró a su alrededor con curiosidad.
Una niña pequeña, con una criatura cargada en la espalda, vendía chicles. Cada vez que se acercaba a la ventana de un vehículo, saltaba con todas sus fuerzas para llamar la atención de quien manejaba. Mientras lo hacía, la cabeza de la criatura oscilaba hacia arriba y abajo, como si fuera la de una muñeca de trapo.
Los dos niños que vendían caramelos también ofrecían limpiar los parabrisas de los autos utilizando un ingenioso artefacto que consistía en un palo largo de madera con un pedazo de
caucho pegado a un extremo. Uno de ellos era un niño negro que lucía una camiseta tan grande y larga que parecía una extraña túnica que flotaba a su alrededor cuando daba saltos y piruetas para atraer la atención de las personas. El otro era un niño trigueño con una gorra azul que le tapaba las orejas; pantalones deshilachados, amarrados con una soga a la cintura y unas botas negras de caucho.
La mayoría de la gente dentro de los vehículos cerraba sus ventanas o hacía gestos hoscos a los niños ante su insistencia. Pero esto no parecía afectar su buen humor y, para los momentos de menos tráfico, los dos habían desarrollado un juego que consistía en patear una piedra de un lado al otro de la calle utilizando parte de la cuneta como un imaginario arco de fútbol.
Para Jaime la mañana había transcurrido con mucha lentitud y, como se había levantado muy temprano para despedir a su padre al aeropuerto, sintió mucho sueño. Apoyó la cabeza contra el tronco del árbol y se quedó profundamente dormido.
Casi de inmediato lo despertó el impacto de una piedrecilla contra su frente y después otra contra su nariz. Se llevó las dos manos a la cara y se la refregó. Otra piedra fue a dar en su cabeza. Abrió los ojos y vio que era la Flaca quien las lanzaba.
-¡Ey, deja de tirarme piedras! -gritó molesto.
-Bueno. Pero conste que quería despertarte para devolverte algo tuyo -la Flaca sostenía el suéter en la mano y lo giraba como bandera al viento.
Jaime se levantó y le quitó la prenda de un tirón.
-Oye, ¿qué, ahora me ibas a quitar mi suéter? -reclamó indignado. ¡Esta niña! ¡Apenas la conocía y ya había tratado de robarle su dinero y ahora su ropa!
-¡No seas tonto! ¿No ves que te lo estoy entregando? El Bota-la-Pepa lo cogió en un instante y yo se lo quité para que no se lo llevara -la niña señaló hacia donde estaba el muchacho con gorra azul y botas de caucho.
El chico llamado Bota-la-Pepa caminó hacia ellos y se plantó delante de Jaime, lanzó un escupitajo sobre la acera, se quitó la sucia gorra azul que llevaba, sacudió la cabeza y abrió la boca en una mueca amistosa a la que le faltaban dos dientes superiores.
-Ahora sabe que eres mi amigo y no va a volver a robarte el suéter -explicó la Flaca-. Y si lo intenta de nuevo, le volaré los otros dientes -añadió, mirando amenazadora al Bota-la-Pepa.
Jaime no supo qué decir ante esto y aparentemente el Bota-la-Pepa tampoco, porque continuó
mirándolo con la boca abierta sin decir nada. Era un niño de unos ocho años, con los brazos cubiertos de tatuajes. Tenía los ojos negros rasgados y el cabello negro afeitado de tal manera que dejaba ver varias cicatrices profundas que surcaban su cráneo.
También el niño negro se acercó donde ellos y se presentó como el Negro José. Tenía una sonrisa de esas que exigen otra de vuelta y unos ojos inquietos que observaban todo a su alrededor.
-Bueno, el Calzón Tierno se fue a ver cómo iban los negocios en las otras calles, así que podemos hablar por un ratito -dijo el Negro José, limpiándose el sudor de la frente con un extremo de su larga camiseta.
-Está bien, pero primero lo primero. Yo tengo que asegurarme que este -y la Flaca señaló a Jaime- pueda quedarse a vender chocolates y para ello tenemos que pedir autorización. Ya saben que no puede hacerlo sin permiso.
-¿Sin permiso de la policía? -preguntó Jaime.
La Flaca y el Negro José rieron a carcajadas. El Bota-la-Pepa emitió unos extraños ruidos y se golpeó los muslos a modo de burla.
-¡Qué bruto eres! ¡La policía! -se burló la Flaca.
-La policía no toca ningún pito por aquí -explicó la niña-. La que manda es la tía Meche.
-¡Ey, deja de tirarme piedras! -gritó molesto.
-Bueno. Pero conste que quería despertarte para devolverte algo tuyo -la Flaca sostenía el suéter en la mano y lo giraba como bandera al viento.
Jaime se levantó y le quitó la prenda de un tirón.
-Oye, ¿qué, ahora me ibas a quitar mi suéter? -reclamó indignado. ¡Esta niña! ¡Apenas la conocía y ya había tratado de robarle su dinero y ahora su ropa!
-¡No seas tonto! ¿No ves que te lo estoy entregando? El Bota-la-Pepa lo cogió en un instante y yo se lo quité para que no se lo llevara -la niña señaló hacia donde estaba el muchacho con gorra azul y botas de caucho.
El chico llamado Bota-la-Pepa caminó hacia ellos y se plantó delante de Jaime, lanzó un escupitajo sobre la acera, se quitó la sucia gorra azul que llevaba, sacudió la cabeza y abrió la boca en una mueca amistosa a la que le faltaban dos dientes superiores.
-Ahora sabe que eres mi amigo y no va a volver a robarte el suéter -explicó la Flaca-. Y si lo intenta de nuevo, le volaré los otros dientes -añadió, mirando amenazadora al Bota-la-Pepa.
Jaime no supo qué decir ante esto y aparentemente el Bota-la-Pepa tampoco, porque continuó
mirándolo con la boca abierta sin decir nada. Era un niño de unos ocho años, con los brazos cubiertos de tatuajes. Tenía los ojos negros rasgados y el cabello negro afeitado de tal manera que dejaba ver varias cicatrices profundas que surcaban su cráneo.
También el niño negro se acercó donde ellos y se presentó como el Negro José. Tenía una son¬risa de esas que exigen otra de vuelta y unos ojos inquietos que observaban todo a su alrededor.
-Bueno, el Calzón Tierno se fue a ver cómo iban los negocios en las otras calles, así que podemos hablar por un ratito -dijo el Negro José, limpiándose el sudor de la frente con un extremo de su larga camiseta.
-Está bien, pero primero lo primero. Yo tengo que asegurarme que este -y la Flaca señaló a Jaime pueda quedarse a vender chocolates y para ello tenemos que pedir autorización. Ya saben que no puede hacerlo sin permiso.
-¿Sin permiso de la policía? -preguntó Jaime.
La Flaca y el Negro José rieron a carcajadas. El Bota-la-Pepa emitió unos extraños ruidos y se golpeó los muslos a modo de burla.
-¡Qué bruto eres! ¡La policía! -se burló la Flaca.
-La policía no toca ningún pito por aquí -explicó la niña-. La que manda es la tía Meche.
Y así el trabajo de los vendedores continuó sin detenerse durante todo el día. Jaime recordó cómo el Bota-la-Pepa, el Negro José y la Flaca se acercaron por turnos, de vez en cuando, a ver cómo se sentía. La niña pequeña con la criatura a la espalda lo ignoró por completo. "Por la tarde, empezó a lloviznar y los niños se cubrieron con pedazos de plásticos amarrados al cuello. Jaime sintió que mojaba la ropa y se preguntó si en algún momento llegaría a estar bajo techo. Su estómago vacío le reclamaba, porque el pequeño chocolate había comprado a la Flaca ese día no había sido suficiente para calmara hambre. No se atrevió a interrumpir el trabajo de la Flaca y esperó, con paciencia, a que ella le dijera qué hacer. La niña había prometido llevarlo donde la tal tía Meche al final del día, a pedir permiso para que trabajara con ellos.
La lluvia aumentó, Jaime se arrimó al árbol para protegerse del aguacero que se venía sin remedio. La niña que llevaba al bebé cargado a la espalda se acercó corriendo donde él. Rápidamente desanudó la chalina donde lo cargaba y, sin siquiera presentarse, depositó a la criatura en brazos de Jaime.
-Tómala, aquí no se va a mojar tanto. Pero no te vayas a ir a ninguna parte -le advirtió con gesto severo-. Ya se acabó la leche, así que si llora, le metes esto en la boca -era un pedazo de tela enrollado en punta-. Pero antes tienes que la niña; busco entre sus ropas y sacó una pequeña bolsa de plástico con un poco de azúcar- lamerlo y después ponerlo aquí para que se pegue azúcar.
Y se marchó corriendo a golpear las ventanas de los autos que se detenían. El tráfico había aumentado y era la mejor hora para la venta.
Jaime la vio alejarse saltando. También como la Flaca, iba descalza y, al igual que ella lucía collares al cuello, pero los suyos eran de cuentas descoloridas con ligeros vestigios dorados. Lucía un sombrero de fieltro verde con el largo cabello negro trenzado y agarrado con una cinta roja. - llevaba una camiseta con grandes letras rojas y chillonas que decían «New York, U.S.A.», sobre una falda de paño azul,
Jaime volvió la vista hacia la criatura que le habían confiado. Notó que era una niña porque tenía hebras de hilo negro que atravesaban los diminutos lóbulos de sus orejas, reemplazando los aretes. Una pulsera, demasiado pequeña ya, de cuentas rojas -contra el mal de ojo- apretaba su delicada muñeca. Llevaba un gorrito de lana verdoso, lleno de agujeros, herencia que se remontaba a muchas generaciones desconocidas y apenas cubría sus cabellos oscuros y rebeldes. La nariz diminuta se alzaba sobre una boca rosada que, al abrirse, dejaba ver una lengua que se movía curiosa, como si fuera la cola de una lagartija.
Jaime no era un experto en cuidar niños y jamás había cargado una tan pequeña. Primero, la sostuvo en sus manos, bastante alejada de su pecho, pero como se le cansaron los brazos, la atrajo hacia su hombro. La chalina se resbaló y cayó al suelo sobe un charco de agua lodosa. El muchacho
se agachó de prisa para recogerla, pero el brusco movimiento asustó a la pequeña, que se puso a llorar.
Jaime trató de sacar de su bolsillo la bolsa con azúcar y el pedazo de tela pero, al percatarse de que no podía arreglárselas con una sola mano, miró angustiado a la niña que le había entregado la criatura. Ahí estaba. Como no sabía su nombre, no podía llamarla. La lluvia y el llanto de la criatura aumentaron considerablemente. De pronto, sintió la presencia de alguien a su lado. Era el Bota-la-Pepa que, dándose cuenta de la situación, venía en su ayuda. Jaime respiró aliviado, pasó a la pequeña a los brazos del niño y humedeció el pedazo de tela que la niña le diera en el agua de lluvia. Lo introdujo con cuidado en la bolsa con azúcar e inmediatamente en la boca de la criatura. La pequeña se calló en seguida, comenzó a mover su cabeza de un lado al otro con desesperación y su carita se tornó de un color morado brillante.
El Bota-la-Pepa señaló su propia garganta e hizo gestos y muecas indicando que la criatura estaba asfixiándose con el trapo.
Jaime, asustado, retiró la tela. La criatura lloró con mayor intensidad que antes. Los pequeños puños golpearon el aire como los de un boxeador.
La Flaca vino corriendo.
-Dámela. Pásame a la niña -exigió.
-Es la hermanita de esa de allá -explicó Jaime en tono de disculpa, señalando a la niña vendedora.
La Flaca tomó a la criatura entre sus brazos y la movió con ternura de un lado al otro, chistando su lengua suavemente. Luego, introdujo con delicadeza la punta de la tela en la pequeña boca.
-¡Qué ignorante! ¡Casi la asfixias! -gritó la Flaca-. Y no es su hermanita. Es la hija de una amiga del Calzón Tierno y la Canguro la cuida a veces.
Dejó de llover y la Canguro se acercó. Tomó a la criatura de los brazos de la Flaca, quien ayudó a sostenerla con su chalina sobre su espalda, sacó la lengua en dirección a Jaime y se fue sin despedirse de nadie.
-Vamos -dijo la Flaca a Jaime sin dar importancia a la actitud de la Canguro-. Ya hice las cuentas con el Calzón Tierno y le pagué su parte. Podemos irnos ahora. Tomaremos el trolebús porque tengo unas fichas que el Calzón Tierno se consiguió «prestadas» por ahí y me regaló.
-¿A dónde vamos? -preguntó molesto Jaime, que se sentía irritable por el hambre.
-A hablar con la tía Meche, para que te permita quedarte con nosotros.
Jaime quiso decirle que dejara de hacerse la mandona, pero la verdad era que tenía que hacer lo que la niña dijera, porque no pensaba volver nunca más a su casa hasta que su padre regresara.
-Bueno, vamos. Pero vamos ahora mismo que ya estoy cansado de estar aquí.
-Está bien, Futre, como tú digas, mijo -se burló la Flaca.
-¿Cómo me has llamado?
-Futre. ¿No sabes lo que es ser «futre»? Es alguien que se viste con ropa elegante.
Jaime se fijó en sus ropas sencillas y miró a la niña interrogante.
-Eres un «futre». Mira cómo andas: con zapatos, medias, pantalones sin remiendos, camisa nueva y hasta con un suéter enterito, sin un solo hueco.
Jaime se ruborizó.
-Si vas a estar con nosotros, tienes que ser bautizado otra vez, no en la iglesia ni por un cura, 'sino por uno de nosotros. Así, como ahorita, que te pongo el nombre de Futre.
-Y a la Cangura, ¿por qué la llaman así? -preguntó Jaime, que quería dar otro giro al tema porque no estaba muy seguro de cómo reaccionar ante el cambio de nombre.
-Ah, porque esa salta altisísimo. ¿No la viste? Cuando pasan autos grandes o los buses, salta
hasta más arriba de la ventana para vender los chicles, como canguro. Sí sabes lo que es un canguro, ¿no?
Jaime no contestó, porque se agachó a limpiar su zapato de una inexistente basura.
-Por si acaso, son unos animales que viven lejísimos, llevan a sus hijos en la barriga y saltan muy alto. El Calzón Tierno los vio en la tele y nos lo contó cuando la Canguro vino a trabajar con nosotros; por eso le puso ese nombre -concluyó la Flaca.
Los niños empezaron a caminar acompaña-dos por un viento juguetón, que alegremente cambiaba de lugar la ceniza de la última erupción volcánica ocurrida hacía pocas semanas. La gente, acostumbrada ya, ni lo notaba. Y es que la ciudad quedaba en una tierra de volcanes y crecía a la nombra de uno de ellos, un volcán que según la leyenda estaba formado por dos hermanos, uno más Viejo que el otro. En las entrañas del más joven habitaba Pichan, la serpiente emplumada, cuyo recuerdo se había esfumado de la memoria de las personas, por lo que periódicamente lanzaba ceniza y piedras para recordarles su existencia.
-Mira hacia allá, Jaime: ese es el volcán Pi-chincha. Si no quieres perderte, tienes que fijarte siempre dónde está; si el Pichincha está al frente tuyo, o sea, si tú le ves la cara, tu mano derecha, con la que saludas -aclaró- te lleva al norte, donde están los barrios de los ricos, mientras que tu mano izquierda, se dirige al sur, donde están los barrios de los pobres. Claro que hay más pobres que ricos, así que el sur es bien, bien grande.
El esmog de la ciudad se escondió entre las nubes del atardecer, mientras la Flaca y Jaime, rebautizado el Futre, se acercaron a la estación del trolebús.
Una hora más tarde, cuando los dos niños fueron hacia el sur de la ciudad, ya era de noche. El cielo estaba completamente oscuro y lucía como el marco perfecto para la iluminación intensa de las cúpulas de las antiguas iglesias que abundaban en ese sector. La Flaca y Jaime siguieron por calles angostas y torcidas hasta llegar a una casa antigua, con balcones de hierro forjado y ventanas tapadas por tablas de madera, que le daban un aspecto de abandono. La pintura de las paredes se desprendía por los efectos del sol y la lluvia, y colgaba como serpentinas.
La entrada a la casa estaba protegida por una gran puerta de madera, con guirnaldas de flores talladas. La Flaca empujó con fuerza una de las flores y la puerta cedió. Los niños pasaron a un patio con piso de piedras y una fuente en el medio. Por dentro, la casa era de dos pisos construidos alrededor del patio.
Las luces y los sonidos que salían por las Ventanas interiores indicaban una gran actividad que nunca se adivinaría desde afuera.
La Flaca miró a Jaime y le hizo una señal de silencio poniendo un dedo sobre los labios, mientras subían por unas gradas angostas de madera.
Jaime, muy sorprendido, no dejaba de observar en torno suyo.
-¿Dónde estamos? -susurró sin poder contener su curiosidad.
-En un lugar muy importante. A veces lo llaman «cuartel general», como el de los militares, ¿sabes?, pero este no es un cuartel. Aquí trabajan ¿los jefes, mejor dicho, la jefa -contestó la Flaca también hablando en tono bajo.
Cuando subieron hasta el segundo piso, se encontraron con una puerta de hierro que tenía una rejilla en la parte superior. La niña golpeó de una manera especial. La rejilla se abrió y un par de ojos los miraron con desconfianza desde el interior.
-Vengo a ver una cocina de segunda mano
-dijo la Flaca en tono seguro.
-¿De qué año? -respondió una voz masculina. -Del noventa y seis -contestó rápidamente la niña.
La puerta se abrió. Un hombre con barba de varios días, que vestía una chompa de cuero negro, los hizo entrar. Una metralleta pequeña des-cansaba sobre una silla junto a una mesita.
Un hombre viejo salió por otra puerta y se acercó hacia ellos. Era pequeño y vestía traje y corbata. Su cabeza brillaba debajo de un mechón de pelo peinado al través para disimular su cal-vicie.
-¿Quién es este? -increpó el viejo a la niña sin saludar, señalando a Jaime con un gesto de su barbilla-. A la tía Meche no va a gustarle que traigas desconocidos, Flaca.
-Buenas noches, Profesor -sonrió tímida-mente la niña-. Justamente el Calzón Tierno nos dijo el otro día que la tía Meche necesitaba alguien así, como él.
Jaime la miró extrañado.
-Ah, bueno, entonces pasen a verla. Pasen, pasen -el Profesor sonrió mostrando unos dientes amarillentos y caminó delante de ellos hasta llegar al fondo del corredor frente a una puerta de metal que se encontraba cerrada. El viejo presionó un timbre y desde dentro una voz de mujer contestó la llamada con desagrado. El viejo pidió permiso para entrar. La puerta se entreabrió con un clic mecánico, el Profesor ordenó a los niños que esperaran y entró solo en la habitación.
Era una oficina grande, con varias computa-doras distribuidas sobre escritorios pegados contra las paredes y una mesa rectangular rodeada de sillas tapizadas de terciopelo rojo, en el centro. A la cabecera de la mesa estaba sentada una mujer de mediana edad. Tenía cabellos largos y lacios, pintados de un rubio platino.
-¿Qué pasa? Pensé que se había marchado, .Profesor -dijo la mujer con la voz ronca de fuma-dora consumada.
-Ya me iba, Mechita, pero me encontré con una de esas niñas de la calle: La Flaca. Ha traído a
un muchacho que no parece ser de los nuestros, por lo menos a primera vista, porque anda bien
vestido. Dice que usted necesita de un niño así... La mujer se quedó pensativa. Tenía tantas cosas que organizar en sus diferentes negocios!
Cerró los ojos mientras pensaba. Sus pestañas, cubiertas de una gruesa pasta de maquillaje, oscilaron como las patas de una araña. De repente lo recordó.
-Sí, claro. Necesito un niño para un trabajo que se nos va a presentar. Pero no uno de los de la calle, sino otro, de preferencia un niño de fuera de la ciudad. Es verdad, pedí que buscaran a alguien así el otro día: un chico ingenuo.
-Bueno, entonces está afuera. Ya los voy a hacer pasar -dijo el viejo.
La Flaca y Jaime entraron y se quedaron de pie junto a la mesa, al extremo opuesto de donde estaba la mujer.
-Hola, amorcito -se dirigió a la Flaca-. ¡ Ay! Pero si has traído al novio, ¿no? Vengan, acerqúense. ¡Qué bueno que han venido...!
La Flaca se sonrojó. Le molestaba la hipocresía de la mujer, pero comenzó a explicar, de la mejor manera, que Jaime estaba interesado en trabajar como vendedor en la calle, que no tenía familia y que quizá podía quedarse en su grupo.
Mientras tanto, Jaime observó a la mujer con detenimiento. Con que ella era la famosa tía Me-che. Al niño le disgustó la mujer por completo y, por primera vez en todo el día, sintió el deseo de estar de vuelta en su casa, aunque su padre ya no estuviera allí. La actitud de la mujer le recordó la de los gatos cuando juegan con un ratón al que tienen atrapado.
La tía Meche continuó con el tono meloso y dijo que no había ningún problema en aceptar que Jaime entrara a su «organización». Lo tomó del rostro con una mano fría y escuálida y lo alabó diciéndole que era muy guapo y que, por supuesto, podía trabajar de vendedor en las calles con el grupo de la Flaca, pero que ella tendría otro trabajo mejor que ofrecerle en corto tiempo.
La entrevista con la tía Meche duró muy poco. La mujer percibió de inmediato que Jaime era el chico que necesitaba y volvió a asegurarle que sí le permitía trabajar vendiendo dulces con la Flaca y que, en algún momento, también lo iba a necesitar para hacer otro trabajo, «un trabajo especial», como ella lo llamó. A Jaime le sorprendió la falta de interés de la mujer pues no preguntó su nombre ni su procedencia. Sabía, por experiencia, que para los adultos esas preguntas eran importantes, pero parecía que a la mujer lo único que le interesaba era saber su edad, si sufría de alguna enfermedad de la vista y si no tenía parientes en la ciudad, a lo que el chico había contestado que no, añadiendo en voz baja que lo que tenía en ese momento era hambre.
La tía Meche sacó de un cajón de su escritorio una cámara y, en medio de bromas y tratándolo de «novio» de la Flaca, le tomó varias fotografías de frente y de perfil.
Otra vez en la calle, Jaime empezó con las preguntas.
-Tú no me llevaste donde la tía Meche solamente para pedir permiso para que yo trabajara contigo, ¿no? ¿Por qué no me dijiste la verdad?
-Ah, porque me olvidé, Futre. Pero qué importa, ahora no sólo puedes trabajar conmigo, sino que vas a tener un trabajo mejor. ¿Ves?, te tomó las fotos y he oído que eso lo hace cuando se trata de algo especial. A mí también me tomó fotos una vez, hace un año, y espero que pronto me diga sobre un nuevo trabajo.
-¡Qué trabajo especial! Yo no sé si quiero -trabajar en eso, ni siquiera sé de qué se trata -y es
que Jaime ya no se sentía tan seguro de su decisión de quedarse en la ciudad.
La Flaca lo presintió, se plantó delante de él con sus manos en la cintura y lo miró desafiante.
-¡No puedes negarte ahora! Cuando «ella» te ofrece trabajo, «tienes» que aceptar o... ¡eres hombre muerto! Bueno, por lo menos eso es lo que dicen que pasa si no cumples un trato con «ella». Además me harías quedar mal y me mete-rías en problemas porque yo te la presenté.
Jaime se movió inquieto. Sentía unas ganas tremendas de llorar. El recuerdo de su casa mezclado con el hambre de todo él día se le subía a los ojos y empezaba a desbordarse. Volteó el rostro para que la niña no lo viera. Ella, por su cuenta, también miró hacia otro lado y se alejó unos pasos. Se detuvo mascullando entre dientes, como era su costumbre, cuando iba a tomar una decisión importante.
-Bueno, Futre, mejor piensa bien qué vas a hacer. Esta noche piensa bien. Mañana nos encontramos y me dices, ¿sí? Pero si no vas a aceptar el trabajo de la tía Meche, tienes que escapar de esta ciudad y yo me haré la loca, la que no sé nada.
El chico se limpió el rostro con una mano sin voltear la cabeza.
-Tal vez es mejor que regreses al campo, a tu casa. No te lo he preguntado porque no soy metiche pero... ¿tienes mamá... o papá? Porque parece que sí tienes quien te cuide, ¿no?
Jaime se limpió la nariz en la manga de su suéter y aspiró el aire con fuerza.
-Mi mamá se fue a trabajar a España cosechando brócoli y murió en un accidente de tránsito junto a otros trabajadores. Un tren les pegó de frente o de lado, no me acuerdo... pero la enterraron allá. Y sí, tengo papá, bueno, tenía papá, pero ahora él también se fue. Se marchó a buscar trabajo por allá o en Alemania o no sé exactamente dónde, pero se fue esta mañana y por eso vine a la ciudad para despedirlo en el aeropuerto.
-¿Se fue y te dejó solito? Así, ¿sólito de solitario?
-No. Me dejó con mi tía. Una hermana de él -repuso, con amargura, sin decirle que apenas conocía a su tía, porque ella había vivido en la Costa durante muchos años y que lo poco que sabía sobre su mal carácter y escasa paciencia, no era como para sentirse a gusto con la idea de vivir con ella.
¡Caramba! Y te escapas de tu tía de verdad para venir a trabajar para la tía Meche. Bueno, loco, tú sabrás lo que haces. Pero yo no me hago cargo de ti hasta que no estés seguro de lo que quieres. Ahorita todavía puedes largarte, pero después... nones.
Volvieron a caminar por las calles empina-das de la ciudad vieja. La verdad era que en ese momento Jaime no sabía qué hacer. Para prolongar el tiempo antes de tomar una decisión, habló sobre el hambre que tenía. Pasaron junto a un basurero, y la Flaca se detuvo para buscar algo dentro. Con mucho cuidado, sacó la basura: pedazos de cartón, periódicos manchados con pintura seca y algunas latas. Mientras lo hacía, explicó al niño que tenían que apurarse si querían encontrar algo allí, antes de que vinieran los «mineros» de esa calle, que eran quienes tenían derecho a rebuscar dentro de esos basureros.
La Flaca gritó triunfante cuando encontró una caja de cartón con un medio pedazo de pizza dentro y varios trozos de la misma masa gruesa que compartieron sentados al filo de la acera. A Jaime le pareció lo más delicioso que había probado en su vida y, aunque no fue suficiente para calmar su hambre por completo, se sintió mejor que antes.
-Y ahora me vas a decir que tienes sed -se burló la Flaca.
-¡Y mucha! -exclamó Jaime sonriente.
Algo en ella lo hacía sentir cómodo, como nunca se habría imaginado sentirse en compañía de una niña. De alguna manera, podía sentir que la Flaca era diferente de las demás personas que él conocía.
Se pusieron de pie y ella lo llevó hacia la plaza mayor. Allí, en una fuente antigua de piedra, tomaron agua antes de que dos guardias municipales los corrieran.
La noche se tornó fría como todas las noches andinas. La Flaca decidió que era mejor irse sola ¡ lugar donde dormía y su «refugio», puesto que él no había decidido todavía qué iba a hacer. Llevando los periódicos bajo el brazo, lo acompañó hasta encontrar una puerta que encajaba entre dos paredes gruesas. Sobre una de las paredes había un «graffiti» que decía: «Diosito: ¿por qué no contestas tu celular?».
Jaime lo leyó en voz alta. ¡Las cosas que la gente se inventaba en la ciudad! Nunca se habría imaginado que Dios pudiera tener un teléfono... ¡y menos un celular!
Mientras tanto, la niña tendió los periódicos para que él durmiera sobre ellos, y se marchó.
Jaime se acostó sobre la grada de piedra. El piso era duro y el cuello le dolía. Dobló sus brazos debajo de su cabeza para poder descansar. La luz de neón del almacén se prendía y apagaba iluminando el lugar en tonos azules y verdes. Desde ahí podía ver un pedazo de cielo con algunas estrellas Reconoció la Cruz del Sur, la constelación que tanto le gustaba a su papá y que él había aprendido a encontrar desde pequeño: cuatro estrellas grandes situadas en forma de cruz y una pequeñita entre las dos de la derecha.
En la radio sonaba una música triste y dulzona. No era su música preferida, pero algo en su memoria le pidió traerla a su lado. Como si escuchara su llamado, la melodía se deslizó lentamente por los cables de luz, bajó al pavimento y se metió en su corazón. Solo ahí, por primera vez en ese día, Jaime permitió que sus lágrimas también se
Sentado sobre las gradas de piedra, entre los muros de paredes gruesas, Jaime recordó todos los acontecimientos del día anterior. Las luces de neón se habían apagado y a la luz temprana de esa mañana brumosa y fría, todo parecía más bien un sueño. Jaime se preguntó si en realidad la Flaca volvería a buscarlo. Se frotó las manos y se las llevó junto a la boca para calentarlas con su aliento. No podía moverse de ese lugar porque la niña podría llegar en cualquier momento, puesto que no habían acordado una hora fija.
Todavía no había tenido tiempo para pensar y tomar una decisión entre quedarse en la ciudad o volver donde su tía. Sabía que era importante decidirlo pronto, porque con seguridad era lo primero que la Flaca preguntaría esa mañana. Justo en ese momento, la niña apareció a su lado.
-¡Ey! ¿De dónde sales? -se sorprendió el muchacho.
-De aquí mismo, Futre, mijo -contestó fanfarrona la Flaca-. Ni cuenta te diste de que me acercaba. Ah, es que esa táctica la aprendí del Pan Quemado, que puede meterse y andar por cual-quier lado sin que nadie se dé cuenta.
-¡El Pan Quemado! -Jaime se rió. Sería otro de los amigos de la Flaca que tenían esos apodos tan extraños.
Ella se sentó a su lado y abrió una funda de papel. De su interior extrajo unos pastelillos aplastados, decorados con glasé rosado y bolitas de caramelo de colores.
-Toma, me los dieron en una cafetería. Tienen unos dos días y por eso están un poco duros, pero son ricos. Si masticas las bolitas con tus dientes de adelante, así... -y mordió los caramelos- se siente aún más el dulce y suena chistoso, escucha.
Jaime no sólo escuchó, sino que miró fascinado los dientes menudos de la Flaca pintarse del colores al triturar las pequeñas grageas de caramelo.
-¿Sabes de dónde vienen las bolitas de caramelo? -preguntó la Flaca sin mirarlo.
-De las fábricas de caramelos -contestó Jaime.
-Pues estás equivocado. No es así -repuso la Maca, aún sin verlo mientras continuaba masticando con deleite.
-A ver, entonces dime, ¿de dónde vienen? -el niño no estaba seguro de si la Flaca lo estaba embromando o, tal vez, por ser de la ciudad, sabía algo que él no conocía.
La niña suspiró. Puso el pedazo de pastel que aún le quedaba sobre sus rodillas, se limpió
los dedos en el borde de su falda y dijo con seseriedad: -Cuando los ángeles lloran, sus lágrimas son bolitas de caramelo, pero no las de los ángeles grandes, sino las de los más chiquitos que lloran durante la noche, que es cuando las panaderías trabajan. Como hace calor ahí dentro, por esos hornos- nos tan grandotes que tienen, los panaderos dejan las ventanas abiertas y el viento trae las lágrimas de los ángeles, que caen sobre los pasteles como estos que estamos comiendo ahora.
-¿Lágrimas de ángeles? -preguntó Jaime perplejo.
-Aja. Sí, Futre, no ves que por eso son tan dulces -insistió.
-¡Seguro! -se burló el niño. -Sí, así es. ¿Y a qué no sabes quiénes son los ángeles más chiquitos? Jaime no lo sabía.
-Son los bebés recién nacidos abandonados por sus padres.
-Los papás no abandonan a sus hijos cuando son bebés -protestó Jaime.
-Claro que sí -aseguró la Flaca-. Yo sé de uno que dejaron en un lote vacío. Y cuando lo encontraron, ya estaba convertido en ángel.
Jaime iba a preguntar algo más acerca del extraño caso de los ángeles chiquitos, cuando la Flaca se puso de pie de un salto señalando un avión y dijo algo incomprensible con la boca llena. El muchacho la miró intrigado. Jamás había conocido a alguien como la Flaca, que podía cambiar de tema en un segundo para continuar con otro tema con el mismo entusiasmo, y que podía conversar de las cosas más extrañas haciéndolas sonar como normales.
La miró con fascinación. La niña vestía exactamente igual que el día anterior, pero llevaba puestos zapatos. Unos zapatos viejos de charol rosados recortados en las puntas para dar cabida a los dedos. También tenía unas plumas de gallina amarradas con un hilo y ensartadas en los lóbulos de sus orejas.
Dándose cuenta de la mirada del chico, ella movió su cabeza para llamar la atención. Las plumas que adornaban sus orejas volaron en el aire.
-¿Te gustan mis aretes? mamá. Ella era así, sabes, iba y venía comprando cosas al otro lado de la frontera. Mi vieja era mujer de negocios y se ausentaba a veces por varios días o semanas, pero una vez ya no regresó, entonces mi hermana se hizo cargo de mí: me cuidaba, me daba de comer, me conseguía ropita... Tenía un buen trabajo, aunque peligroso. Pero la pobre estiró la pata y ya no tuve nadie que me pagara los libros ni el uniforme de la escuela. -¿Qué le pasó a tu hermana?
-Trabajaba como mula, ya sabes... llevando mercadería... -¿Qué? ¿De mula? ¿Quieres decir que la hicieron llevar una carga pesada como a las muías y por eso murió? La Flaca se quedó mirándolo con curiosidad, examinando el rostro del muchacho detenidamente. -Cómo se nota que no eres de ciudad y que vienes del campo, loco. No sabes nada. Una mula es alguien que lleva drogas de un lugar a otro. De una ciudad a otra o de un país a otro. O sea, que le encargan llevar drogas y le pagan por eso. La última vez, a mi hermana le dieron este trabajo y murió mientras lo realizaba... sé que eso pasó y que es verdad porque me lo contó el Calzón Tierno, y ese es un «sabidísimo»; o sea que todo lo sabe. -¡Qué horrible, Flaca! -exclamó con tristeza el Futre.
-Bueno. Eso es un montón de tiempo y podrás hacer el trabajo que te ofreció la tía Meche -aprobó la niña contenta-. Oye, y eso de que eras mi novio que dijo la vieja loca, no te lo vayas a creer, ¿ah?, porque yo no tengo novio y no voy a tener novio hasta que trabaje como modelo y tengo mi propio dinero, ¿oíste?
Jaime tuvo intenciones de burlarse y decir ¡cualquier cosa, pero la expresión de la cara de la flaca lo detuvo. La verdad era que a pesar de sus ropas viejas y de llevar plumas en las orejas, la flaca le inspiraba mucho respeto.
-Así pasa, Futre. No me tengas lástima, odio que me la tengan y no voy a dejar que nadie lo haga. Yo sólo extraño a mi hermana... un poquito, especialmente cuando escucho las canciones que a ella le gustaban -dijo la niña, aparentando tener la Voz firme aunque sus ojos adquirieron un extraño brillo y el labio inferior le tembló ligeramente.
De pronto, la chica se golpeó una rodilla con la mano y exclamó:
-Ya basta de charlar y hacernos los tristes. ¿Qué has decidido? ¿Te quedas o te vas, loco?
El muchacho se disponía a decir que no, que no se quedaba,-pero se escuchó a sí mismo decir que sí, que se quedaba en la ciudad, pero sólo hasta Navidad.
La bruma temprana se disipó y la mañana se presentó con un sol esplendoroso, pero a pesar de tanta claridad, la oficina de la tía Meché estaba iluminada con lámparas de neón que colgaban del tumbado, porque las tablas que sellaban las ventanas no dejaban pasar la luz natural. Quizás era a causa de la iluminación blanquecina, o por la ropa negra que llevaba, por sus uñas largas y curvadas, o -más bien- por la expresión de su rostro, pero lo cierto es que esa mañana la mujer tenía aspecto de bruja de película antigua.
El Profesor entró en la oficina llevando en sus manos varias carpetas. Las puso sobre la mesa central, tomó asiento y empezó a repararlas en tres montones. La tía Meche ignoró su presencia y prendió una de las computadoras. Se escuchó la música de apertura del programa y el viejo empezó a silbar.
El viejo susurró una disculpa y continuó con SU tarea. Una vez separadas las carpetas, abrió una por una y ordenó su contenido. Varias fotos de niñas y niños se acumularon sobre la mesa. El viejo seleccionó algunas y guardó el resto.
Sin mirar, la tía Meche preguntó:
-¿Ya están reveladas las de anoche?
-¿Las del muchacho que vino con la Flaca?
-Sí.
-No sé si ya están listas. Pero pienso que para el trabajo que usted va a darle al chico, no es necesario tener una foto, ¿no? -comentó el Profesor.
-Siempre es bueno tener opciones, Profesor -dijo, sin dejar de trabajar en la computadora -. Tal vez yo cambie de opinión y lo ponga en el grupo de los «donantes»; tenemos un nuevo pedido: para el extranjero.
El Profesor terminó su tarea, se reclinó con su espalda en la silla y alzó los brazos para apoyar la cabeza sobre las manos.
Inconscientemente se puso a silbar otra vez, pero se detuvo ante la mirada de furia que le dirigió la tía Meche.
-Ah, me imagino que esta vez también serán ojos, ¿no? -dijo el Profesor.
-Ojos, no, Profesor. No son ojos, son «córneas» las que piden, para transplantes de «córneas», por supuesto. Hay que aprender a hablar en un idioma científico, ¿no le parece?
Para el viejo, las córneas eran las bolitas que estaban dentro de los ojos y, por lo tanto, decir ojos o córneas le daba lo mismo, pero se guardó este pensamiento porque conocía el mal carácter: de la mujer cuando se la contradecía.
-Es mejor no mencionar nada de esto fuera de la oficina -aconsejó la tía Meche y luego advirtió Cuidado, Profesor, a veces la lengua se mue-ve demasiado -la mujer se puso de pie y se acercó donde el viejo sonriendo con malicia-. Y ya sabe mi dicho: lengua que se mueve mucho, lengua que le vuelve pucho -y a continuación tiró el pucho, la Colilla de su cigarrillo, al piso y lo restregó con un zapato.
-Aquí están las fichas separadas por edades, y estas son las fotos correspondientes a cada uno. El viejo, nervioso, cambió el tema de la conversación y apuntó hacia las fotos.
Por coincidencia, la foto de la Flaca era la primera del montón. Tenía una expresión seria y piraba de frente a la cámara. La tía Meche tomó la foto entre sus dedos y la puso a un lado.
-Esta no. Se nota que va a ser atractiva. Tengo otros planes para ella.
El Profesor recogió la foto y la observó con detenimiento. Los ojos que miraban desde el papel lo hacían con tristeza. Dirigió la mirada a las otras fotos y encontró que todos los niños y niñas tenían la misma expresión.
-¡Pobres diablos! -dijo en lo que él pensó era un susurro, pero la tía Meche tenía los oídos linos.
-¡Ay, Profesor! No venga con cosas. Usted sabe muy bien que no es que les estemos quitando Un futuro maravilloso. No, no. Estos son niños y pifias de la calle, no tienen futuro y punto.
-Me imagino que usted tiene razón, pero me da temor que podamos tener serios problemas -contestó el Profesor-. Cuando alguien se dé cuenta de que los chicos desaparecen, como usted lo ha dicho, Mechita.
-Mire, Profesor, ya le he dicho que los niños de la calle son como esos vasitos de plástico que se desechan sin darles importancia. Estas criaturas son desechables porque a nadie importan. ¿Cree usted que harían falta a alguien? Cree que alguna! persona va a decir: «Qué raro, ¿dónde estarán esos mocosos que ayer vendían dulces o que insistían en limpiar mi parabrisas?». ¡Qué va! Si algo van a sentir es alivio de que ya no estén allí para molestarlos en su sensibilidad religiosa y social, que a duras penas les alcanza para abrir el monedero. Y los otros, la gran mayoría... ni se darán cuenta de si hay o no niños abandonados en la calle... y es más, si desaparecen, los políticos mentirán diciendo que es gracias a ellos, porque han limpiado la ciudad con sus programas de gobierno -la mujer se rió, sentándose otra vez frente a la computadora.
El viejo retiró la silla, se puso de pie y se fue a buscar una taza de café de una cafetera eléctrica que estaba sobre una mesita redonda. No era la primera vez que escuchaba estos razonamientos de labios de la tía Meche. En el fondo, pensó que qué le importaba a él lo que pasaba con los niños y niñas de la calle. Era verdad lo de llamarlos «desechables». La sociedad los había marcado de esa
manera al rechazarlos. Además, así era la vida: tinos morían antes y otros vivían más; unos daban y otros recibían. Se suponía que los ricos debían dar, pero en este caso los pobres daban o como debía la mujer, «donaban» y los que tenían el dinero Recibían. Y otros se hacían ricos en el proceso. Claro que había un pequeño detalle: que los llamados donantes no sabían qué donaban y los que recibían no sabían de dónde venían sus nuevos Los... mejor dicho, córneas, se corrigió. Pero mientras nadie se enterara de nada, nadie se pondría nervioso y el negocio marcharía bien. Porque eso era: un negocio como cualquier otro, donde existían la oferta y la demanda. El no podía pensar de otra manera, si quería continuar haciendo dinero y... mantenerse con vida.
La Flaca y Jaime llegaron por la noche al lugar que la niña llamaba «refugio». Era un lote vacío que quedaba en la parte sur de la ciudad. Antes había funcionado allí la estación del tren y el Municipio lo había convertido en un botadero de chatarra. Jaime vio las siluetas oscuras de dos buses viejos y destartalados de doble piso que en su tiempo fueron motivo de orgullo para la ciudad y ahora se encontraban olvidados como viejos buques encallados en una playa de cables eléctricos, hierros retorcidos y tubería de alcantarillado.
Un niño con una varilla en la mano avivaba los carbones encendidos de una pequeña fogata en medio del terreno que producía más humo que luz.
La Flaca y Jaime se introdujeron por una abertura del alambrado que resguardaba el lugar.
Ella se adelanto para hablar con el niño de la fogata. Como el terreno era un poco inclinado en ese lado, Jaime bajó pisando con cuidado la tierra Lodosa por la lluvia de la tarde. Durante todo el día, habían vendido dulces y chocolates en la calle, en el mismo lugar que el día anterior. ..
-Ven -lo llamó la Flaca-. Ven, Futre, te presento al Pan Quemado.
El Pan Quemado era un niño de once años, la misma edad que Jaime. Tenía el pelo crespo, que le caía hasta los hombros. La mitad de su rostro desaparecía debajo de una cicatriz enorme que se extendía hasta su cuello y era el recuerdo de un accidente mientras se ganaba la vida haciendo malabarismos con antorchas encendidas.
Jaime se acercó al Pan Quemado, que se había puesto de pie, dudando entre extender la mano
para saludarlo o no. El niño volteó su rostro y enseñó, a propósito, la mitad desfigurada de su rostro. Jaime desvió su mirada hacia el suelo y extendió su mano para estrechar la del otro mu-chacho.
-¿Qué te pasa? ¿Buscas algo que se te cayó al suelo? -preguntó irónico el Pan Quemado.
-No lo molestes, ya te dije que es nuevo y no sabe nada -explicó la Flaca.
-Aquí se ve de frente. A los ojos de las personas -insistió el Pan Quemado, aunque él mismo sólo tenía uno que brillaba por el reflejo de la fo-gata.
Jaime tuvo que hacer un esfuerzo para mirar lo de frente y apretó la mano del niño con fuerza, La Flaca caminó hacia uno de los buses.
Jaime se sentó junto a la fogata del lado don-] de había menos humo y se tapó la boca para toser.! El otro chico se sentó frente a él y avivó el fuego con unos papeles. Llamaradas azules y anaranjadas saltaron juguetonas. La Flaca regresó con dos platos y se sentó junto a los muchachos. Sacó una pequeña tarrina de plástico de una funda de papel y la destapó. Eran las sobras de un restaurante chino que la Flaca recogía los lunes, como aquel, porque esos días quedaban los desperdicios de los fines de se-mana. se día Jaime se había olvidado del hambre, pero en ese momento, al sentir el olor a comida, sintió que aumentaba su apetito de tal malicia que las manos le temblaban al sostener el plato que la niña llenaba. Era una mezcla de fideos, arroz, legumbres y trozos de algo que parecía carne. Sin poder esperar, Jaime hundió sus dedos Olí la comida, se la llevó a la boca y comió con ansiedad. -Espera, espera, Futre. No comas así, loco. se va a acabar muy pronto y, zas, te quedas con hambre -dijo la niña, deteniéndolo por un brazo.
Pero Jaime continuó comiendo con rapidez y, en un segundo, su plato quedó vacío. Miró con antojo el plato de la Flaca, pero ella no le ofreció nada y se puso a comer lentamente, saboreando, como lo había hecho esa mañana con las grageas de los pasteles.
Jaime se tocó el estómago. «¡Qué raro!», pensó. Ahora que tenía comida adentro, aunque no mucha, la sentía más vacía que cuando no había comido en todo el día. La Flaca tenía razón.
-Ahora sí que vas a sentir mucha hambre. ¿No ves que la barriga te chupó la comida de una? Al hambre hay que engañarla de a poquito en poquito -dijo el Pan Quemado, con aires de entendido, recostándose sobre sus codos.
El fuego había crecido y daba un agradable calor. Visiones de caldos con presas de gallina flotantes desfilaron por su mente. Estaba pensando en un arroz decorado con un huevo frito, cuando sintió que el Pan Quemado lo jalaba por la manga de su suéter.
-Toma, esto ayuda para el hambre -dijo el Pan Quemado, pasándole una funda de papel arrugada.
Jaime la tomó con curiosidad. La funda es-taba vacía. Iba a preguntar qué se suponía que es taba adentro porque lo que fuera ya se había caí-do, cuando la risa burlona del Pan Quemado lo detuvo.
-Ah, no sabes lo que es, ¿no? -el Pan Quemado tomó la funda de nuevo en su mano y se la llevó hacia su nariz-. Aquí hay un poco de goma. Y esta es la mejor porque es la de tapizar muebles. Te la pones así y... El niño cerró su único ojo y aspiró profundamente dentro de la funda. Lo hizo varias veces. Al abrirlo tenía una mirada extraña que asustó a, Jaime. La Flaca que observaba todo, se alzó de hombros. Casi había terminado su comida, recogió los últimos granos de arroz con el dedo índice y los chupó saboreándolos. El Pan Quemado pasó la funda con la goma
Jaime otra vez, pero él la denegó diciendo que tenía tos, lo que causó tanta gracia al Pan Quemado que se puso a reír sin control.
-No te preocupes. Así se pone este cuando está «engomado» -dijo la niña-. Ya le pasará.
El Pan Quemado se puso de pie a tararear Una canción, luego empezó a dar saltos y a menear la cadera.
-Le gusta la «salsa» -explicó la Flaca.
Vieron que el niño marchaba por el terreno estirando con exageración las piernas y moviendo rítmicamente los brazos.
La Flaca recordó algo.
-Oye, Futre, tú no me has dicho qué quieres ser de grande y yo sí te lo dije. Por ejemplo -y señaló con la barbilla al Pan Quemado, que se sostenía la cabeza como si le doliera- este dice que quiere ser militar para andar con uniforme y botas, ¿y tú... ?
Jaime la miró sorprendido. Nunca se le había ocurrido pensar qué quería ser de grande. Siempre había supuesto que sería agricultor, como su papá.
Ahora le dolía pensar en el campo, en su campo. Le parecía ver el maíz moviéndose al viento, las sementeras de papas con sus hojas aterciopeladas, las flores moradas de la alfalfa. Pero, ¿qué pensaba...? Para cuando fuera grande,
la tierra estaría vendida a otros y él ya no tendría nada. Entonces... ¿qué le gustaría ser? Se acordó de su escuela. Era pequeña y quedaba junto a la iglesia, en la plaza principal. El profesor venía a veces de mal humor, pero cuando se encontraba bien era chistoso y hasta los hacía reír con sus imitaciones del presidente del país.
-No sé. Quizá me gustaría ser...
Pero no pudo terminar la frase, porque fue interrumpido por la llegada de los otros niños que se refugiaban allí.
Capítulo X
La Canguro, ya sin la criatura a cuestas, el Bota-la-Pepa y el Negro José se acercaron y pusieron las manos sobre el calor del fuego.
-¿Hay algo de comida? -preguntó la Canguro sentándose y extendiendo sus pies descalzos hacia el calor.
-Sí. Pero es la que nos regala doña Rosa. Está en un tarro, en el «sin llantas» -contestó la Flaca, refiriéndose a uno de los viejos buses que no tenía neumáticos.
Jaime la miró sorprendido, tenía la impresión de que no había más comida.
-Ah, entonces, mejor no como nada. Total, no tengo «tanta» hambre -repuso la Canguro y los otros dos niños afirmaron con la cabeza, completamente de acuerdo.
Al ver la mirada interrogante de Jaime, la Flaca explicó:
la es una comida que a veces nos manda una señora que conoce el Calzón Tierno, pero hemos encontrado cosas bien feas metidas ahí.
-Sí. Como cucarachas -se quejó la canguro -Tapas de botellas, corchos... -agregó el Negro José.
El Bota-la-Pepa se tapó la nariz en señal de que la comida olía mal.
-Bueno... esas cosas no me importan tanto, yo por lo menos no soy tan exigente, pero las cucarachas sí que me dan asco -interrumpió la flaca, haciendo una mueca con los labios.
Todos guardaron silencio concentrados en sus propios pensamientos. El Pan Quemado yacía completamente dormido, tirado en el suelo como un muerto, con la boca entreabierta.
-Bueno, es hora de dormir -bostezó la flaca-. Parece que va a llover otra vez.
Les pidió que ayudaran a llevar al Pan Quemado dentro del bus que aún tenía los neumáticos.! Jaime también ayudó y, entre todos, cargaron al niño por los brazos y las piernas, guiados por la Flaca. El Pan Quemado se despertó a medias, agresivo y lanzando golpes al aire. Un puñetazo le llegó de lleno a la nariz a la Canguro haciéndola! sangrar, pero ella no se inmutó y como la cosa más normal del mundo, solo se limpió la sangre! en su suéter sin queja alguna.
Una vez acomodado el Pan Quemado, la Canguro y los otros niños se quedaron en el bus y se acostaron cada uno en su propio asiento, tapa- dos con sacos de yute y periódicos.
La Flaca se subió al otro bus y Jaime la si-guió.
Se preguntaba dónde iba a dormir y con qué se taparía, cuando de pronto la Flaca le dio una cobija de lana y le contó que la había tomado prestada de un albergue para niños y niñas de la calle, donde alguna vez la habían recibido; lo llamó la «cárcel» de los curitas.
Entonces, el niño le preguntó por qué le decía así. La Flaca le respondió que allí no la dejaban hacer nada, ni salir a ningún lugar y que encima de todo, la obligaban a estudiar y a ir a misa todos los días.
—Siéntate, Futre -ordenó la Flaca, señalando uno de los asientos delanteros del bus-. Aquí vivo
yo, solita, sin nadie más. Me toca por ser la única que queda de los que vivían aquí. Y eso me da derecho de antigüedad, como dice el Calzón Tierno. Así que nadie más puede dormir aquí... hasta que vengan nuevos niños o niñas. Por ahora te invito a quedarte mientras conversamos, pero luego te vas al otro bus con los demás. Espero que estés agra decido, loco, porque este refugio es de lujo añadió sonriendo.
La Flaca se quitó los zapatos viejos y, a la luz del farol de la calle, se puso a limpiar con un palito el lodo pegado a los dedos de sus pies.
-¿Y qué pasó con los otros que dormían aquí? -preguntó Jaime.
-Ah, se fueron. Los mandó la tía Meche a hacer otro trabajo. Eso pasa por temporadas. Éramos] muchos más, en el otro bus también, pero se han ido
-¿Han venido por aquí o los has visto en la calle?
-No. Cuando se van nunca más se los vuelve a ver. Seguramente les darán buenos trabajos, con bastante dinero y, por eso, se olvidan de los pobres -dijo la Flaca imitando las expresiones usadas por las personas mayores.
-Pero... cuando me dé ese trabajo la tía Me che, yo no quiero irme a vivir en otro lado, Flaca.,
Porque no conozco a nadie, claro está -dijo Jaime preocupado.
-Eso no depende de mí ni de nadie. Ni si-
| quiera del Calzón Tierno, porque dice que la tía
Meche es la jefa. Pero, qué se hace, unos vienen,
ya ves, como tú, y otros se van y parece que nada
cambia. Pero yo sí creo que algún día las cosas
cambiarán. Por ejemplo -a la Flaca le gustaba dar
ejemplos- yo ya te dije que quiero ser modelo de
grande, el Negro José quiere ser... ¿Adivina, a ver,
adivina? -y la niña dejó de preocuparse por la limpieza de sus pies y lo miró con picardía.
Jaime no tenía idea de los sueños del Negro
José.
-Militar también, como el Pan Quemado -dijo por decir algo.
-¡Qué bruto eres, Futre! El Negro José quiere ser futbolista, claro está. Tú no has visto cómo patea la pelota. Se la pasa practicando... bueno, se la pasaba porque un auto la reventó, paaffff, y
se quedó sin nada. El piensa que si practica en la
calle alguien lo va a ver y lo ayudará a ser futbolista.
Luego contó que el sueño de la Canguro era ser enfermera y que por eso no le importaba cuidar a esa criatura que llevaba a cuestas. Que el Bota-la-Pepa había sido abandonado por un circo que pasó por la ciudad y que lo «vendieron» a la tía
Meche o lo cambiaron por algo, la Flaca no estaba bien segura, pero había escuchado que el niño trabajaba de trapecista y que las cicatrices que tenía en la cabeza eran producto de las caídas sufridas en su oficio. Ella se imaginaba que el Bota-la-Pelpa quería ser estrella de circo de grande porque siempre que pasaba un circo, él trataba de volver al espectáculo, pero jamás lo habían aceptado, ni siquiera de mozo de limpieza, comentó la Flaca.
Así continuaron conversando, o más bien la niña hablaba y Jaime escuchaba diciendo muy poco. Supo que existían pandillas de mañosos que atacaban a los niños de la calle. Que el mismo refugio había sido atacado varias veces por unos pandilleros que querían quedarse con el lugar, pe-ro luego de que la tía Meche los había castigado! -de alguna manera terrible que la Flaca no sabía con exactitud- los habían dejado en paz. También contó sobre otros grupos de niños que se refugiaban en distintas partes de la ciudad y que a veces, se encontraban, pero que no eran amigos sino rivales en su lucha por obtener las mejores esquinas para sus ventas en las calles más transitadas,
Esa noche, Jaime se enteró de un mundo que jamás habría imaginado, de niños sin familia, 1 abandonados desde pequeños, que dormían debajo de los puentes, en túneles o dentro de las alcantarillas de la ciudad. Un mundo donde sentir frío y hambre era normal, algo de todos los días; donde tener un par de zapatos rotos era considerado una Suerte y contar con un lugar bajo techo donde dormir, un lujo.
Más tarde, cuando Jaime se acostó en el sillón del bus donde iba a dormir, recordó cómo había sido su vida en el campo, tan diferente de la vi da de estos niños abandonados. El no había conocido el hambre hasta esos instantes, porque jamás faltó comida en su casa. Desfilaron nuevamente por sus ojos los platos con comida del diario y la de los días de fiesta, cuando despostaban una vaca o unos chanchos gordos criados especialmente para esos eventos. Le dolió el estómago y se sintió solo. La imagen de su mamá le vino lejana, como siempre venía. Un rostro redondo con una sonrisa amplia. El olor a claveles que había descubierto más tarde que era el del jabón de ropa y el gesto cariñoso -despeinando sus cabellos-con el que le daba las buenas noches. Trató de recordar su voz, pero no pudo, más bien pensó en la voz de su padre, y su recuerdo le vino en ese instante como una punzada dolorosa pero no pudo evitar recordarlo aunque no hubiera querido. No se arrepentía de haber huido aquel día en el aeropuerto, y aunque la vida que había escogido era dura y triste, peor habría sido volver a su casa y sentir el vacío que había dejado su padre. ¡Su padre! Pensó en él con una nostalgia que le llenó el corazón. Su padre era un hombre alegre, a quien le gustaba sentarse junto a Jaime por las noches para acompañarlo a hacer sus tareas escolares mientras rasgaba suavemente la guitarra, tocando solo pedazos de canciones. Pero, no, no quería pensar en su papá porque le dolía demasiado. No quería volver a sentirse abandonado como el día del aeropuerto. Pero se animó al recordar con una satisfacción nacida de la rabia, que había sido él, Jaime, quien se alejó primero.
No podía dormir. Escuchó la respiración rítmica de los otros niños. Luego alguno de ellos tosió y otro habló en sueños. El muchacho reconoció la voz de la Canguro. La Canguro, que de grande quería ser enfermera. El Pan Quemado roncaba con un silbido. El Pan Quemado: el militar que soñaba con marchar junto a sus tropas con botas nuevas y relucientes. ¿Y el Negro José? Futbolista triunfal, héroe de mil goles... Mientras el Bota-la-Pepa sería feliz desde lo alto de un trapecio de circo. Jaime pensó en la vida que llevaban estos niños y se preguntó si sería posible que algún día cumplieran sus sueños.
Pasaron los meses y Jaime continuó vendiendo dulces con los niños y niñas de la calle. A pesar de que su ropa se volvió vieja y sus zapatos gastados, lo seguían llamando con su apodo de el Futre, el elegante. La vida se volvió una rutina a la que Jaime se incorporó sin sentirlo. El hombre llamado Calzón Tierno se reunía con ellos una vez al mes, les entregaba la mercadería y conversaba haciendo bromas o reprochándolos. El era quien los controlaba y se aseguraba, día a día, de que los niños cumplieran con sus obligaciones. Al final del la tarde rendían cuentas al hombre, quien les permitía quedarse con una pequeña ganancia. Las re glas eran muy claras: si durante un día no vendían] la mínima porción establecida, eran castigados; y el castigo aumentaba al mismo ritmo de la falta de ventas. El castigo era físico y doloroso, a manera] de correazos.
Jaime no había sido castigado, aún, gracias a que la Flaca lo había adoptado como un hermano pequeño aunque tenían la misma edad. Ella no solo se encargaba de buscar la comida para los dos, en los lugares donde les daban las sobras, sino que le había enseñado todo lo necesario para sobrevivir en la calle. Parte de esto era saber vender.
-Tienes que mostrar los dulces, pero nunca meter la mano dentro de un auto, loco, porque la gente se asusta. Especialmente las viejas, que creen que les vas a robar los aretes y te cierran, pam, el vidrio de golpe. Por ejemplo, a mí me pasó una vez algo horrible... -y le narró con lujo de detalles y mímica, cómo una vez había sido arrastrada media cuadra con la mano atascada entre el vidrio y el marco de la ventana.
Un día les ordenaron vender dentro de los buses. A la Flaca no le gustaba y se quejó de ello con Jaime, mientras caminaban a la parada del bus.
Imagínate que a mí, ¡a mí! -repitió alzando la voz- me robaron en el bus. A mí que soy «pi¬las» y me doy cuenta de todo, alguien me robó cuatro chocolates «juntitos» mientras daba el vuelto a otra persona y el Calzón Tierno no me creyó y me dejó las piernas moradas a correazos.
-Bueno, ahora somos dos y yo puedo ver que no te roben -sugirió Jaime, a quien le gustaba tener la oportunidad de sentirse responsable de la niña.
Pero ella se dio la vuelta y le increpó furiosa:
-Oye, tú. ¿Crees que yo no puedo cuidarme solita?
-¡Entonces cuídate solita, como dices, y yo me subo a otro bus! -gritó Jaime dolido.
La Flaca se sorprendió mucho. Era la primera vez que el Futre le gritaba. Y ahora se disponía a marcharse sin ella en ese bus que apenas se había detenido. ¡El muy tonto! Ella no le había explicado cómo se hacía y desde la acera pudo escuchar Las palabrotas con las que el chofer recibió al niño.
La Flaca trató de subirse de un salto, pero era tarde. El ayudante del chofer empujó a Jaime que chocó contra ella y los dos cayeron sobre la pista. Los dulces de la caja de la Flaca rodaron a su alrededor.
Jaime se levantó primero frotándose la cadera. -¿Qué pasó? Pensé que nos iba a dejar subir sin problemas -se quejó aún más molesto con ella.
La Flaca recogió los chocolates y los puso otra vez en la caja mientras los contaba.
-Están completos -suspiró aliviada.
-¿Qué pasó? ¿Por qué el tipo ese se puso tan molesto? -Jaime volvió a preguntar, aunque sospechaba que lo sucedido había sido su culpa.
-Porque pensó que te ibas a meter sin pagar. Algunos choferes son buenos y te dejan subir así nomás, otros son malaosos y te exigen el pasaje. Además, tienes que explicar que vas a cantar. Eso les gusta. Por ejemplo, esta canción... -y la Flaca empezó a cantar:
Niño de la calle, niño abandonado, tú no tienes nadie, nadie a tu lado. , Con tus alas rotas no puedes volar, ángel de la calle nadie te va a amar. -¿Te gusta? Tienes que aprendértela para cantarla en el bus. La letra me la inventé yo pero digo que me la enseñó mi mamá para causar impacto. Fue difícil rimar las palabras, pero la música de esas que cantan en la misa. Cuando estaba en el albergue, es decir, en la «cárcel» de los curitas, nos hacían cantar todo el tiempo. Eso sí me gustaba y también que a veces venía una señora a contarnos cuentos.
Varias personas ya estaban en fila esperando subir al bus. Los dos niños se pusieron a la cola. Como el muchacho se sentía culpable, decidió que esta vez era mejor hacer lo que la niña le decía.
Cuando llegó el bus, subieron junto a los de más pasajeros. La Flaca sonrió al chofer del bus con su mejor sonrisa. Le pidió que por favor los dejara vender sus dulces y cantar una «cancioncita que le había enseñado su mamá que ahora estaba en el cielo». Luego, caminó por el pasillo del bus cantando y ofreciendo los chocolates. En realidad su voz sonaba chillona, pero tenía un cierto encanto que, junto con sus ojos verdosos y los hoyuelos en sus mejillas, la volvía irresistible.
-Niño de la calle, niño abandonado... -cada estrofa terminaba con el mismo estribillo cantado con una tristeza que inundaba el bus. Algunos pasajeros observaron con simpatía a la niña, otros cerraron los ojos o miraron hacia afuera por la ventana, como para escapar a un recuerdo o quizás simplemente porque se sentían culpables de ser parte de una sociedad que podía ser tan indiferente y cruel. Jaime caminaba detrás de ella abriendo y cerrando la boca sin emitir sonido alguno porque no sabía la letra de la canción. Unas pocas personas compraron los dulces y alguien les regaló una moneda.
Más tarde, subidos en la parte trasera de una camioneta y de regreso al refugio, la Flaca y Jaime conversaban sobre los logros del día.
-Lo bueno es que sabías esa canción que te enseñó tu mamá, Flaca.
La Flaca no dijo nada y bajó la mirada. De repente parecía muy interesada en mirarse las uñas de las manos.
-¿Te enseñó otras tu mamá? -insistió Jaime.
-Mira, loco, ya te dije que yo me inventé la letra, pero parece que tienes mala memoria, deja de molestarme y no me preguntes más porque yo no me acuerdo de mi mamá. Una vieja me cuidaba hasta que vino a recogerme mi hermana. Una vieja mala que me tiraba agua hirviendo a los pies para castigarme.
Por un instante, Jaime pensó que los ojos de la Flaca brillaban en la oscuridad de la misma manera extraña que brillaron aquella vez que le contara sobre la muerte de su hermana. Pero ella se frotó las manos y cambió de tema, continuó con una conversación que habían tenido horas antes, como si hubieran transcurrido pocos segundos.
-Como te decía, mijo, en la «cárcel» de los curas, había una señora que iba a contarnos cuentos. A veces sólo hablaba y otras, nos leía libros que tenían dibujos a colores, y que no eran de la Historia Sagrada, sino otros cuentos.
-¿Qué cuentos? -preguntó Jaime interesado. -Pues cuentos de aventuras y de romance, de gente valiente que hacía cosas importantes. El que más me gustaba era de un tipo que se hizo unas alas y voló hacia el sol, pero el muy tonto las confeccionó de cera, así que se derritieron y él, «patapún» se fue al suelo.
A Jaime que le pareció fascinante el cuento, hizo muchas preguntas para saber otros detalles, pero la Flaca no se acordaba de nada más.
El niño alzó la mirada al cielo. Era una noche con una media luna sonriente. Ella siguió su mirada.
-¿No quisieras poder volar, Futre? Él asintió con la cabeza. -Yo también. Volaría a las estrellas y me detendría sobre la Luna... estoy segura de que la Luna no quema los pies -razonó pensativa.
La camioneta se detuvo. El hombre que manejaba indicó a los niños que se bajaran. Jaime miró hacia la luna una vez más, recordó lo que la Flaca le había contado acerca de su infancia y, sin saber por qué, le entraron deseos de llorar.
La niña sintió el cambio de humor en el muchacho. Buscó con la mirada con qué distraerlo. En la calzada había unas latas vacías de cerveza. Se acercó a una de ellas y la pateó con fuerza, con su pie descalzo, en dirección a Jaime. La lata pasó por entre los pies del niño.
-¡Gol, gol, golazo! -gritó ella, corriendo por la calle con los brazos abiertos y la cabeza echada sobre su espalda.
-No sé. No sé. A ratos este plan me parece peligroso. ¿Qué pasa si el chico actúa mal? -preguntó el Profesor, meneando la cabeza dudoso.
Era bastante entrada la noche y los dos se hallaban discutiendo en la oficina el nuevo trabajo que encargarían a Jaime. Los negocios en el bajo mundo del hampa marchaban de maravilla y la tía Meche se encontraba de buen humor.
-No se preocupe, Profesor. Justamente el chico no va a «actuar», sino que va a portarse con normalidad. Porque él no va a saber nada... hasta después -sonrió irónica la tía Meche.
-¿Usted llama actuar con normalidad a que un niño se esconda dentro de un armario, luego salga y apague una alarma para que nuestra gente entre a hacer el trabajo previsto?
-¡ Ay, Profesor! Estaríamos más tranquilos si me dejara pensar solamente a mí y usted no se
preocupara tanto. A lo que yo me refiero es que cuando ese niño entre a la casa como el hijo de la empleada que va a dar ayuda extra, nadie va a desconfiar. El chico no se sentirá nervioso porque no sospechará nada y más bien creerá que lo que hace es parte de una broma y la gente que lo mire tampoco sospechará de él al ver el aspecto inocentón que tiene.
-A propósito de su aspecto. Ya tengo listo el uniforme del colegio con el que lo vestiremos. Pe-ro según me han informado, hay que darle un buen baño y cortarle el cabello para asegurarnos de que luzca bien -insistió el Profesor.
-Muy bien, Profesor. Usted siempre tan organizado -añadió la mujer.
-En realidad, tengo la información precisa. Sé la clave de la alarma y dónde se encuentra. Está previsto que el armario, que casi siempre está ocupado con vasos y copas, estará vacío para que el niño pueda introducirse, pero..» si resulta que no quiere hacerlo o le da vergüenza, o yo qué sé... ¿cómo vamos a forzarlo a que lo haga?
La tía Meche se rió con una risa desagradable.
-Pues, es cosa de mujeres, Profesor. O, mejor dicho, de niñas. ¿Recuerda la «peladita» que trajo al niño a esta oficina?
-¿La Flaca? Sí, por supuesto -el profesor se encogió de hombros.
-Me dicen que el chico está muy apegado a ella. Lo que quiere decir que hará lo que ella le pida porque además confía en la muchacha, quien lo convencerá de hacerlo, ya que nosotros le ofreceremos dinero y una oportunidad de trabajar en algo que... en fin, diremos que eso la hará famosa y luego la convertirá en una... actriz de cine o en una modelo... ya me he enterado de que la muy ingenua sueña con ser modelo de grande.
-Aja, ¡muy bien planeado! -exclamó el viejo entusiasmado-. Pero... luego, ¿cómo vamos a evitar que el chico nos acuse? ¿Hay alguna manera de chantajearlo?
-Profesor, Profesor. Usted me subestima. Tengo todo planeado. Después vendrá el chantaje, como usted lo dice. Una vez que él haga el trabajo, le diremos que si no se queda callado, la niña sufrirá las consecuencias y que de él depende que ella regrese o no.
-Regrese, ¿de dónde?
-Ah, me olvidaba mencionarlo -la mujer se relamió los labios disfrutando de la conversación-. Pues, precisamente, la enviaremos a trabajar en algo interesante, algo que he estado planeando desde hace poco tiempo, pero que creo que nos va a dejar muchas utilidades. No le permitiremos volver a vender dulces en la calle, pero el chico no sabe esto y la esperará todo el tiempo que nosotros consideremos oportuno y sea necesario para nuestros propósitos.
-¿Y cómo vamos a lograr que ella acepte el trabajo y que no escape?
-Ay, Profesor, qué ingenuo es usted. Lo ha-remos con engaños. La vida misma es un sólo en¬gaño. Cuando esta niña se dé cuenta de lo que le pasa, ya será muy tarde. Eso les sucede a todas. Luego, no tienen ni la oportunidad ni las agallas para escapar como lo... -al viejo le pareció que la tía Meche iba a decir «...hice yo».
La mujer se detuvo en seco y prefirió sacar el lápiz labial y un pequeño espejo de su bolso para mirarse el rostro con coquetería. Cuidadosamente se pintó los labios.
El Profesor la miró detenidamente, con interés. Nadie sabía en realidad quién era ni de dónde venía la tía Meche, tampoco su historia, aunque existían varias versiones. Decían que era la sobreviviente de una catástrofe familiar, que su familia había muerto en un incendio y que ella quedó huérfana de muy niña. Que su infancia había transcurrido en las calles y que allí aprendió los tejes y manejes del hampa. También había quienes juraban -los de mentalidad más simple y directa que la tía Meche era una bruja de verdad.
Siguiendo el hilo de sus pensamientos, el Profesor sonrió con sarcasmo. ¡Una bruja verdadera! ¡Claro que sí! Él estaba dispuesto a jurar que la tía Meche era una bruja a quien sólo le faltaban la escoba y el caldero, con una olla enorme llena de sapos y culebras. Porque lo mantenía embruja-do, de eso estaba seguro; si a veces hasta se sentía enamorado de ella. Pero una verdad conocida era el hecho de que alguien poderoso, que se ocultaba en el anonimato, la protegía. Si no, el Profesor no podía comprender cómo la mujer manejaba tantos negocios sucios sin que nadie la detuviera. Diez veces había estado a punto de ir a parar en la cárcel, otras diez veces había salido libre por falta de pruebas, las mismas que desaparecían misteriosa mente apenas llegaban a manos de cualquier autoridad legal del país.
Eran socios desde hacía varios años. Ella lo había contratado porque necesitaba la firma de un profesor que falsificara unos títulos universitarios; luego lo amenazó con contar la verdad y así lo chantajeó para que continuara prestando sus servicios. Era por eso que jamás se atrevería a ser el objeto de la ira o la venganza de esa mujer. Aunque de una manera u otra, él se habría quedado al lado de la tía Meche, porque le gustaba demasiado el dinero fácil. Además, si algún día ella fuera a parar a la cárcel, quizás él se haría cargo de todos los negocios. Al fin y al cabo, los conocía muy bien. Aunque debía admitirlo: era más conveniente que ella hiciera los arreglos, en especial de los negocios en el extranjero... le dio escalofrío pensarlo! Tenía que admitir qué prefería sólo recibir el dinero, aunque no fuera en la misma proporción que ella.
-¿En qué piensa, Profesor? -preguntó la tía; Meche.
El viejo se aclaró la garganta. -Pues nada, Mechita. Que los negocios van bien y eso me alegra.
-No sé si creerle, Profesor. No tenía en el; rostro una expresión de alegría ni mucho menos.
El viejo disimuló con una risa que se convirtió en tos.
-Más bien parecía que soñaba con un futuro sin mí a su lado. Ah, Profesor, Profesor, usted nunca podrá tener secretos para mí.
El Profesor la miró asombrado. ¿«Bruja» había dicho? ¡Seguro que sí!
La Flaca caminaba arrastrando los pies, con la mirada fija en los dedos, que aparecían por las puntas cortadas de sus viejos zapatos rosados de charol. La entrevista con la tía Meche la había dejado preocupada. Por un lado, le gustaba la idea de ganar dinero extra, pero por otro, el tener que engañar a Jaime le dolía. Podía resultar peligroso para el niño. Por las cosas que le habían dicho, estaba segura de que iban a utilizar a Jaime para cometer un robo o un secuestro de alguien importante. Bueno, ¿quién era ella para decidir qué era peligroso y qué no? Total, correr entre los autos vendiendo chocolates, también lo era. Alzó los hombros y se puso a silbar para acallar su con-ciencia y su corazón. Ella tenía una sola persona a quien cuidar en la vida: la Flaca, es decir, ella misma. Pero no podía dejar de darle vueltas al asunto. Jaime creería cualquier cosa que ella le dijera y estaba segura de que se pondría furioso al saberse engañado, pero... la Flaca se detuvo razonando. Podrían compartir el dinero. ¡Qué buena idea! Si él se enojaba, ella compartiría su ganancia con él. No toda, ni siquiera la mitad, pero le daría una buena parte y ya, arreglado el asunto.
Contenta con esta decisión, aligeró el paso para llegar pronto al refugio. Una vez soluciona-I do en su mente el problema de Jaime, se puso a pensar en ese otro trabajo que la tía Meche también le había ofrecido, donde ella aparecería en una película y le darían ropa y zapatos nuevos La Flaca no podía imaginarse tanta buena suerte. Siempre había tenido miedo de terminar como las amigas del Calzón Tierno, esas mujeres tristes, y se había jurado jamás hacerlo. Ahora se le presentaba la oportunidad de un trabajo que más tarde podría llevarla a cumplir su sueño de ser modelo.
Cuando regresó al refugio, los otros niños y niñas no habían llegado aún. En medio de todas las emociones, se había olvidado de recoger las sobras del día en el restaurante de turno. Estaba malhumorada, seguro que Jaime se iba a olvidar de hacerlo, como era ella la que siempre lo recordaba... De pronto, lo vio venir. El niño sostenía en las manos una funda de plástico con aire de satisfacción, mientras sonreía orgulloso. -Mira, Flaca, lo que traigo aquí -y le enseñó unas presas de pollo mezcladas con papas fritas-.las comida de verdad, Flaca. Y está calientita, es-
coge la que quieras que hay para los dos –explicó abriendo la funda. -¿Cómo que «de verdad»? -preguntó intrigada la niña. Jaime explicó que no eran sobras, sino que había comprado las presas con su dinero. -Bueno, loco, ya que insistes... -la Flaca tomó una presa de pollo. Habría preferido que el niño no se portara tan amablemente, en especial ese día. Se subió al bus donde dormía y se sentó en el asiento delantero a comer. Jaime se subió también al bus y se sentó al frente de ella.
-mmm, me gusta el pollo. Cuando vivía con mi familia, comíamos pollo una vez por semana -dijo Jaime, chupándose los dedos. Era la primera vez, en mucho tiempo, que mencionaba a
su familia. -¿Así, no? Pues yo también comía pollo cuando vivía con mi hermana. Todos los días. Y carne así de gruesa. Y salchichas y lomo de chancho y hasta pavo con relleno, como esos que anuncian en la calle. Jaime se sorprendió. No sabía qué había hecho para despertar tanto mal humor en la Flaca que solía estar de buen genio; pero él se sentía contento y, aunque sabía que ella le estaba mintiendo, el tono de fanfarronería de la niña le producía gracia.
-Oye, hablando de familia, Futre, tengo algún que enseñarte -propuso la Flaca, que de alguna manera quería demostrar su agradecimiento.
Se limpió las manos en su falda, se puso del pie y caminó al fondo del bus. Buscó debajo de un asiento y regresó con una cartera vieja y rota de cuero negro. La abrió y extrajo un papel que des- dobló con mucho cuidado.
-Mira -dijo, mostrando el papel a Jaime. Era la hoja de una revista donde se veía una familia sonriente junto a un automóvil. Por una de las ventanas aparecía la cabeza de un perro con la lengua afuera.
-A ver, ¿qué es esto, mijo? -preguntó la Flaca.
El chico miró atentamente la hoja y contestó sin vacilar: -La propaganda de un automóvil.
-¡Qué bruto eres, Futre! ¿No ves que es una familia? -preguntó la Flaca, golpeando el papel con el reverso de una mano mientras lo sostenía con la otra-. Te voy a contar un secreto los ojos de la Flaca reflejaron emoción-: esta es mi familia. Mira, éste es mi papá, ésta es mi mamá, estos son mi hermano y mi hermanita. El perro sí que no es nada mío, porque los perros muerden y por eso no me gustan. Jaime sintió un nudo en la garganta, entonces volteó el rostro hacia otro lado.
Pero ella, sin darse cuenta, continuó enseñando sus tesoros; las plumas amarradas con hilos que a veces usaba como aretes, el collar de cuentas de plástico rojas y blancas, una cinta de tercio pelo negro, un pedazo de tela de seda dorada, y algunas páginas de revistas donde unas modelos posaban con vestidos largos y aires lánguidos. 105
Al ver a las modelos, la Flaca volvió a mencionar su sueño de ser una de grande. Se puso de pie y miró hacia la lejanía con aire ausente y una] expresión de desdén en los labios.
-Ves, Futre. Así miran las modelos cuando les toman fotografías -y volvió a su pose anterior, pero esta vez entreabriendo los ojos.
-Así, tan seria, pareces una vaca enferma -se burló el niño.
-Eso dices porque no sabes nada de nada, loco. Por ejemplo: nunca verás sonreír a una modelo. No. Las modelos nunca sonríen porque se arrugan. Entiendes, se arrrrugan -insistió mirándolo fijamente-. Pero no importa lo que digas. Yo tengo que practicar porque voy a actuar en una película -y contó la conversación que tuvo con la tía Meche y su ofrecimiento para el nuevo trabajo de actriz. Jaime escuchaba con la frente fruncida, captando repentinamente que si la niña se iba a trabajar a otro lado, él ya no tendría ninguna razón para quedarse como vendedor en la calle. Pero, como si adivinara su pensamiento, la Flaca le dijo que seguro sería sólo por corto tiempo, y que luego regresaría nuevamente.
La Flaca iba a añadir algo más, pero se calló al recordar, de pronto, su trato con la tía Meche y lo que tenía que decirle a Jaime.
-Ah, casi me olvidaba. La tía Meche me dijo que ya te tiene el trabajo del que te habló. Es un poco chistoso y te van a pagar bien.
Jaime, sorprendido, quiso saber si también iba a salir en una película, pero la niña le dijo que no, que estaba contratado para hacer otra cosa. Que simplemente tenía que entrar a una casa donde estaban organizando una fiesta sorpresa para un señor muy importante, por su cumpleaños, recalcó. Que debía esconderse dentro de un armario y luego salir para poner los números de una clave en un aparato y esa sería la señal para comenzar la fiesta.
La Flaca dijo todo de un tirón; sacó del fondo de uno de sus zapatos un papelito escrito con números y se lo dio, le recomendó aprendérselos de memoria y sonrió con un gesto inocente.
Esa noche, Jaime se movía intranquilo acostado sobre su asiento del viejo bus. El Pan Quema-do, el Negro José y el Bota-la-Pepa dormían cerca de él en otros asientos. La Canguro estaba ausente desde hacía un par de días, la habían llamado para realizar otro trabajo. Cubierto con la manta que la Flaca le prestó, sentía como si un ligero temblor sacudiera su estómago aunque no tuviera frío.
No podía dejar de pensar en el recorte de esa revista que la Flaca llamaba su familia. Él sí tenía una familia, aunque su padre estuviera lejos. Los rostros de su padre y de su tía aparecieron nítidamente en su memoria y sintió tristeza de lo preocupados que estarían por su ausencia. En ese momento, los deseos de volver se hicieron muy fuer tes. Y se imaginó regresando a su casa, pero no solo sino con la Flaca. ¿Y por qué no? Así ella tendría una familia de verdad. ¡Eso era! 106 Después de cumplir con los nuevos trabajos, se marcharían juntos a su casa y con mucho dinero. Seguro que su tía se alegraría de tener alguien como la Flaca que la ayudara en sus quehaceres.
Jaime se quedó dormido contento, con el firme propósito de contarle a la Flaca este plan a primera hora de la mañana.
La reacción de la Flaca al escuchar el plan de Jaime fue todo lo contrario de lo que él esperaba. La niña sonrió al principio, pero la respuesta fue un no rotundo. Luego, vinieron las explicaciones de que ella era libre de ir y venir cuando le diera la gana y de que nadie le iba a decir qué hacer -de lo contrario, se habría quedado en la «cárcel» de los curitas-. También afirmó estar segura de que la tía no iba a aceptar que una chica como ella llegara así nomás y dijo que no quería que la echaran de ningún lado y menos de la casa de él, pues luego tendría que regresar a la ciudad y quién sabe si todavía podría trabajar para la tía Meche.
Jaime, sorprendido y bastante herido en su orgullo, no respondió nada y fue a una tienda cercana a comprar un pan y una gaseosa para desayunar. Esta vez solo compró para él. ¿Qué se creía la
Flaca? ¿Que podía portarse así de malagradecida y que él seguiría igual que siempre? ¡Claro que no! Y con ésto, su deseo de volver a su casa se] intensificó, -aunque sólo estaría la tía.
La Flaca, por su parte, también se sentía mal pero por otras razones. La idea de tener una familia de verdad, como había sugerido Jaime, la había puesto feliz. Pero estaba tan acostumbrada a ser, rechazada, que no podía imaginarse que nadie la quisiera tener en su casa. ¿Por qué iba a correr el riesgo de sufrir humillaciones? Seguro que no se-ría posible, entonces no valía la pena hacerse ilusiones. Ella tenía otras cosas en qué pensar, como en el nuevo trabajo que le había ofrecido la tía Meche.
Cuando volvió, los otros ya se habían despertado y rodeaban a la Flaca que, orgullosa, con-taba las novedades. Así, el muchacho se enteró de que en cualquier momento vendrían a buscarla en un automóvil.
-¿Cuándo regresas, Flaca? ¿O ya no vuelves? -preguntó el Pan Quemado.
El Bota-la-Pepa hizo gestos con el rostro y las manos, indicando que pensaba que ella no regresaría. El Negro José refunfuñó algo entre dientes, que cuando la gente ya tiene dinero no regresa y mencionó los nombres de algunos chicos que habían compartido con ellos el refugio y, luego de
haber ido a trabajar en otras cosas, jamás habían regresado.
La Flaca aseguró que volvería. Que sería pronto y que esperaba que la dejaran quedarse con la ropa y los zapatos nuevos que le habían prometido. También pidió a sus amigos que la esperaran hasta su regreso.
Jaime se acercó al grupo donde estaban los otros niños. Comían unos bananos bastante maduros. El Negro José le extendió uno a Jaime, quien, a su vez, pasó entre todos la botella de gaseosa que se encontraba a medio tomar.
El Negro José llevaba un brazo envuelto en periódicos y sostenido por una tela anudada al cuello. Algunas semanas atrás, un automóvil lo había golpeado. Se percataron de que el brazo estaba roto porque le colgaba de una manera rara y no podía moverlo. A nadie se le había ocurrido llevarlo al médico o al hospital y, entre la Flaca y la Canguro, lo acomodaron lo mejor que pudieron.
Las primeras noches se despertaron varias veces con los lamentos del niño. Pero de a poco se fue acostumbrando al dolor y ya llevaba varios días sin quejarse, aunque no podía moverlo.
Los chicos se marcharon y Jaime se quedó con el pretexto de arreglar la suela de uno de sus zapatos que se había agujereado. Sentado sobre un tubo de cemento, trataba de pegar un cartón dentro del zapato para cubrir el pedazo de suela! gastada. La Flaca lo observaba. Sabía que todavía estaba enojado con ella y esto la molestaba. El Futre le simpatizaba mucho; no, mentira, hasta lo quería... un poquito, y esto no era fácil para ella. ¿Para qué? Demasiado bien sabía que no valía la pena desperdiciar sentimientos de amor en nadie. Total, siempre terminaban marchándose o muriéndose, que era lo mismo. Por eso prefería andar so-la. Entonces, pensó en el ofrecimiento de llevarla donde su familia, de cómo se despedirían dentro de pocas horas y le dio dolor. En las telenovelas, los protagonistas siempre se besaban antes de des pedirse.
-Oye, Futre, ¿te ha besado alguien? -preguntó de sopetón.
Jaime la miró con ojos grandes como platos y su rostro se ruborizó. -No. Claro que no.
La Flaca se rió aparatosamente y lo miró burlona.
-Ay, Futre, no «esos besos» que estás pensando. Los besos que te daban cuando eras chiquito -mintió, porque ella sí había pensado en «esos besos», pero al ver la reacción del niño no quería admitirlo.
-Ah. Bueno... claro que sí. A ti también te habrán besado así, ¿no? De chiquita, tu mamá -re-puso de inmediato, para disimular su turbación.
-No. A mí no. Nadie me besaba cuando era pequeña -la Flaca hizo un gesto de tristeza, pero en seguida se repuso y continuó con altanería -. Y ni falta que me ha hecho y peor ahora. A mí no me gusta nada de besitos ni abracitos. Por eso, una vez que el Calzón Tierno trató de besarme le pegué una patada en las canillas que lo hizo gritar. Claro que ahora que voy a tener un nuevo trabajo y ganar más dinero, seguro me mirará con mucho respeto.
Justo en ese momento, una camioneta negra se detuvo junto al lote. Un hombre con gafas oscuras manejaba. A su lado, estaba una mujer regordeta. Los dos miraron a los niños y comentaron entre ellos. La mujer se bajó de la camioneta, caminando sobre unos tacones altos y finos. La pequeña falda que cubría sus piernas era de cuero color rosa y hacía juego con la chaqueta que llevaba abierta sobre una blusa transparente con brillos plateados. Caminó con cuidado en el terreno irregular y sólo cuando ya se halló cerca de los niños, los miró y sonrió con una boca roja y grasosa.
-Tú debes ser la Flaca, ¿no? Nos envía la tía Meche -dijo, masticando un chicle.
Un perfume ordinario se esparció por el lugar. La Flaca afirmó con la cabeza tímidamente. Jaime se sorprendió al ver la expresión de desengaño y desilusión con la que la niña miraba a la mujer.
-Entonces, ven rápido y no nos hagas esperar -ordenó la mujer.
La Flaca empezó a preguntar si era por lo del trabajo en una película pero la mujer contestó burlona que no sabía de qué hablaba y que se dejara de hacer la tonta.
La Flaca masculló, entre dientes, algo sobre engaños y amigas del Calzón Tierno. Por un momento pareció que iba a negarse a ir con la mujer, pero dio media vuelta y fue hacia el bus donde guardaba sus cosas.
Jaime la miró alejarse con la pequeña espalda encorvada y un aire de completa desolación. Minutos después apareció con la cartera de cuero donde guardaba sus tesoros colgada de un hombro. Pasó junto a Jaime sin verlo y siguió a la mujer hasta la camioneta. Allí se detuvo y volteó para verlo.
El niño se asustó al ver el rostro de la Flaca tan desencajado y con los ojos vacíos, muertos, sin expresión alguna.
Fue esa mirada la que hizo que el niño reaccionara y corriera hacia ella. La Flaca actuaba como si la estuvieran llevando a sacrificar al matadero y eso no era nada normal en ella. Algo malo es-taba sucediendo.
-¡Flaca, no te vayas! -gritó desesperado, mientras se acercaba al vehículo-. ¡Flaquita, no te vayas! -insistió, utilizando el diminutivo por primera vez.
La mujer se sentó junto al hombre, puso a la Flaca a su lado y cerró la puerta de un golpe. En ese momento llegó Jaime y se agarró del marco de la ventana abierta. El hombre trató de prender el motor sin lograrlo inmediatamente.
La Flaca lo miró con la misma mirada vacía. Jaime le sacudió el hombro. Por un instante, su mirada volvió a ser la de antes y los ojos verdes lo miraron con vivacidad.
-No aceptes ese trabajo, Futre. No lo aceptes. Te van a obligar a hacer algo muy malo y peligroso. Regresa a tu casa antes de que te engañen como a mí... ¡huye de aquí!
La camioneta retrocedió para maniobrar con mayor facilidad y el niño corrió a su lado, sosteniéndose aún con una mano a la ventana.
-Flaca, no dejes que te lleven. ¡Bájate de allí! ¡No te vayas, Flaquita! ¡No te vayas! -Jaime lloraba desconsolado, sin vergüenza alguna de que la Flaca, el hombre y esa mujer lo vieran así.
El hombre frenó momentáneamente mientras giraba el volante. Jaime se soltó y corrió hacia
el lado del chofer. Quería detenerlo a toda costa, Se agachó a buscar una piedra pero como no la encontró, tomó tierra en su mano v se la lanzó al ros-tro. El hombre lo insultó, se limpió los ojos con los dedos y aceleró.
-¡Flaquitaaaa! -el grito quedó suspendido en el aire.
Mientras la camioneta se alejaba velozmente, algo oscuro salió volando por la ventana. Era la cartera de la Flaca. Jaime corrió a recogerla. Con el golpe se abrió y un pañuelo amarrado rodó por el piso. El muchacho sintió el peso de unas monedas cuando lo tomó en sus manos. Debían ser todos los ahorros de la niña.
Jaime no entendió por qué la Flaca había lanzado la cartera por la ventana. Pero la apretó contra su pecho.
Con lentitud, porque todavía sentía los efectos de la carrera, caminó hacia el bus. Subió los escalones y se dirigió al fondo, al lugar donde la niña escondía su cartera y la guardó allí. Así la Flaca la encontraría a su regreso.
Jadeante se sentó en un asiento. Se sentía tan confuso. Tal vez en algún lugar, existía una explicación a la reacción de la Flaca, pero en ese momento no sabía qué había sucedido y se sentía perdido en la ciudad que ahora conocía muy bien. Ocultó el rostro entre sus manos. ¿Qué iba
a hacer? Lo lógico, después de escuchar las advertencias de la niña era huir, marcharse de allí 10 antes posible, ¿pero ella? ¿Qué pasaría con la Flaca?
Sintió pasos que subían al bus y una presencia a su lado. Abrió los ojos asustado. Era el Calón Tierno.
-Vamos, Futre. He venido a buscarte y pre pararte para tu nuevo trabajo: tienes que cortarte el pelo y darte un baño. Y no me hagas problemas, ah, me contaron que hace unos momentos te quisiste hacer el valiente, ¿no? Pero conmigo no puedes, loco, porque ya sabes lo que te puede pasar -el hombre agarró con las dos manos su cinturón de cuero como advertencia.
El vapor de las alcantarillas subía en espira les, uniéndose a la niebla espesa que cubría esa parte de la ciudad. Desde el segundo piso de una casa en la zona residencial, Jaime observaba por la ventana. El muchacho tenía la mirada fija en el firmamento. A pesar de la creciente niebla, el cielo aún permanecía despejado y se veía la Luna, que le recordó aquella noche cuando la Flaca le contó sus deseos de poder volar.
Habían pasado varios días desde que la niña se marchara en aquella camioneta y Jaime seguía sin noticias de ella. Tampoco había vuelto a ver a los otros niños porque lo mantenían prisionero en aquella casa.
Inmediatamente después de buscarlo en el bus, el Calzón Tierno lo había llevado directamente donde la tía Meche. La escena que se desarrolló en la oficina fue tan desagradable, que Jaime la seguía recordando con el mismo miedo que sintió en aquella ocasión.
La tía Meche lo había recibido con su sonrisa hipócrita y su tono de voz meloso, que muy pronto se convirtió en gritos destemplados e insultos después de escuchar que Jaime no aceptaba colaborar con ella.
Sin aceptar razón alguna, la mujer lo amenazó con un tono de voz que no dejaba ninguna duda de que cumpliría con lo que decía. Simplemente -así había dicho la mujer: «simplemente la Flaca o cómo llamen a esa condenada chica»- no volvería jamás si él se negaba a obedecer sus órdenes. Además, Jaime «accidentalmente» perdería un brazo o una pierna, y aunque huyera lo encontrarían porque tenía gente trabajando para ella en todas partes.
Jaime se vio obligado a asegurar que estaba de acuerdo en realizar el trabajo que le pidieran.
Y así lo hizo. Se vistió con el uniforme de colegio, se presentó a esa casa como el hijo de la empleada, se escondió en el armario, apagó la alarma y se quedó quieto, como congelado, sin saber qué hacer hasta que lo sacaron de allí a empellones y lo introdujeron en un automóvil, junto a un hombre al que llevaban amarrado con los ojos venda dos y que habían secuestrado.
Recordaba cómo el hombre trataba de obtener su libertad ofreciendoles dinero y cómo lo habían hecho callar metiéndolé un pañuelo en la boca.
Ahora, tanto al hombre secuestrado como a él los tenían atrapados en aquella casa, esperando. En el caso del hombre, a que su familia pagara el rescate y en cuanto a él -según le dijo el Calzón Tierno- hasta que hiciera otro trabajo. Le ofreció que si lo hacía bien, volvería a ver a la Flaca, aun que rehusó decirle dónde se encontraba la niña.
El Calzón Tierno era el encargado de cuidar lo y vivían en esa casa con otras personas. Jaime estaba seguro de que se trataba de tres hombres y dos mujeres, por las voces que podía escuchar desde su habitación. Una de ellas era parecida a la del Profesor, pero no estaba seguro de que se tratara del viejo. Lo que sí resultaba evidente era que la tía Meche no se encontraba allí, porque jamás podría olvidar el timbre de su voz.
La habitación donde se hallaba pertenecía obviamente a una niña. Las .paredes estaban pinta das de rosado y lila; el cubrecama, las cortinas y la alfombra eran de los mismos colores. En los estantes, muchísimas muñecas sonreían desde algún mundo sin preocupaciones y varios .animales de peluche miraban fijamente con sus ojos de plástico. Una vez más se preguntó Jaime dónde estaría la niña dueña de la habitación y qué sentiría si supiera que él estaba allí. Se le ocurrió que le molestaría mucho. No podría ser de otra manera. Por lo menos porque no podía usar sus cosas puesto que nadie había retirado la ropa multicolor de los colgadores ni los zapatos que se hallaban en fila dentro del armario. Eran todos casi nuevos. Jaime pensó en los de la Flaca. ¡Cómo le habría gustado llevarle esos zapatos!
También tenía una televisión con canales internacionales y una cama de colchón suave y mullido, pero Jaime dormía en el suelo cubierto con una cobija. Estaba seguro de que donde se encontrara la Flaca, no tendría los mismos lujos y quería ser solidario con ella.
La última vez que regresó al lote de los buses destartalados fue acompañado por el Calzón Tierno con el pretexto de recoger la clave de los números que la niña le había dado; pero, en realidad, la razón era buscar la cartera de la Flaca. Una vez dentro del bus donde dormía la niña, sacó la cartera, la abrió y guardó todo el contenido debajo de su ropa.
Al recordar esto, Jaime se acercó al velador. Lo retiró de la pared con poco esfuerzo y se agachó. Allí estaban escondidos los tesoros de la Flaca: sus aretes de plumas, el collar de cuentas y sus recortes de revistas. Aunque los papeles se hallaban doblados, Jaime reconoció la foto de la familia que la Flaca soñaba que fuera la de ella. El niño se sentó sobre la alfombra y, con cuidado, desdobló el recorte. Los rostros sonrientes reflejaron to¬do su esplendor. Jaime arrugó el papel. En esas circunstancias las sonrisas de la familia feliz le parecieron un insulto.
El ruido que hizo la puerta al abrirse lo sobresaltó. Era el Calzón Tierno. Con rapidez, escondió todo debajo de la cama y se sentó sobre ella de un salto.
-Hola, Futre, ¿cómo estás, ah?
Jaime tosió llevándose una mano hacia los labios y no respondió.
-Ah, ¿así que esta noche no hablamos? Bueno, yo pensé que te interesaría saber algo sobre tu «novia», como dice la tía Meche.
El rostro de Jaime se encendió y su curiosidad también.
-Seguro que no quieres preguntarme por ella, Jaime se mordió los labios avergonzado de preguntar por la chica.
El Calzón Tierno se puso a tararear una canción mientras esperaba la pregunta. Estaba disfrutando al ver la confusión del niño.
Jaime no podía encontrar su voz y el corazón le latía tan fuerte que le pareció que el hombre lo podía escuchar.
Decepcionado, el hombre continuó: -Te cuento un secreto, que ya no es tan secreto porque no te vamos a necesitar, así que no importa que lo sepas: no volverás a ver a la Flaca nunca más porque no regresará. Dicen que se ha perdido. Así nomás: fuiiii, se perdió, se evaporó y ahora,..
Jaime se tapó los oídos con sus manos. Algo en la mirada maligna del hombre le advirtió que no debía continuar escuchando.
El hombre se fue y Jaime se quedó solo. Otra vez se acercó a la ventana. Ya no se podía ver la Luna porque todo estaba encerrado dentro de una prisión de niebla. ¡Si pudiera volar y escapar de
allí!
Tenía que salir y buscar a la Flaca. Se puso a pensar que la gente no se evaporaba como dijo el Calzón Tierno. La gente iba de un lado a otro, pero no se convertía en aire.
Además ya no tenía por qué esperar, ahora debía escapar y lo iba a hacer aunque tuviera que tumbar la puerta. Jaime empezó a patear la puerta con todas sus fuerzas, pensando que cuando se abriera, se escabulliría por entre las piernas del Calzón Tierno y correría escaleras abajo hasta salir de allí. Quizá no era un buen plan, pero era mejor que no hacer nada y quedarse esperando a ver qué sucedía.
El Calzón Tierno abrió la puerta. Tenía una expresión de furia contenida en el rostro y en la mano llevaba una inyección.
-Te estás portando muy mal, Futre. Si no fuera porque aún tengo órdenes de cuidarte, ¡te daría una paliza que no olvidarías en tu vida! Pero hay una solución para todo, ¡así que dame tu brazo ahora mismo! -y el Calzón Tierno lo atrajo hacia él.
Jaime sintió el pinchazo a través de la tela de su camisa y le pareció que su sangre se volvía es-pesa y fría, igual que un helado derretido. Se acercó tambaleándose a la cama y cayó pesadamente. La habitación giraba con mucha velocidad y, en algún lugar de su cerebro, una sirena sonaba mientras un taladro, al rojo vivo, perforaba sus sienes. Cerró los ojos. En su mente apareció un avión que volaba entre nubes grises y lanzaba hojas volantes con el rostro de su padre impreso en ellas; al mismo tiempo, un teléfono sonaba en el cielo sin que nadie lo contestara. .
Un golpe, dos golpes, tres golpes. El cerebro quería escaparse de su cráneo. Un golpe, dos gol-pes, tres golpes. Otra vez lo mismo, pero ahora trataba de escapar por sus oídos. Jaime se llevó las manos a sus orejas y las apretó con toda su fuerza. Ahora su cabeza comenzó a sacudirse sola, tratando de destornillarse del cuello. La apretó contra la almohada para que no se saliera. ¿Qué iba a hacer? No podía vivir sin cabeza, sabía que esto no era posible. Entonces, ¿qué hacía su cabeza sobre la cómoda?
Jaime se despertó sintiendo que la cabeza se le partía en pedazos, temblando como sacudido por una corriente eléctrica. Todo lucía borroso y no podía enfocar la vista. Se asustó y quiso pedir ayuda, pero descubrió que su lengua se hallaba convertida en un trapo seco dentro de su boca.
Trató de incorporarse, se mareó y cayó sobre su espalda. Desde esa posición, el fulgor de la lámpara del techo se metió en sus ojos y miles de luces lo cegaron.
La televisión estaba prendida. La voz de una mujer anunciaba a lo lejos, como en un eco distante, los beneficios de utilizar una marca de jabón. Jaime sintió que un sudor frío le bajaba por la espalda y pensó que quizás era una buena idea darse un duchazo con ese jabón.
Se acercó al baño a rastras. Las baldosas se sentían frías bajo sus manos ardientes. Puso una mano sobre el piso y se impulsó con el resto del cuerpo hacia adelante, luego la otra mano y repitió la acción varias veces. Solo así pudo avanzar. Una vez junto a la ducha se sentó para sacarse la ropa. Sus movimientos eran tan torpes y lentos que le costó mucho esfuerzo hacerlo, especial-mente con los calcetines que parecían estar pegados a su piel.
Fue allí que se dio cuenta por primera vez de las plumas. ¡Tenía plumas en los pies!
Sonrió al recordar los aretes de la Flaca y pensó que quizá los había pisado. Con cuidado haló una pluma, pero no pudo arrancarla de su piel. Tomó un pie entre sus manos y se lo llevó muy cerca del rostro. A pesar de que su visión continuaba borrosa, salpicada con destellos brillantes,
vio que unas plumas blancas y suaves crecían entre los dedos de sus pies, formando un tejido delicado.
Jaime se recostó en las baldosas. ¿Cómo podía ser? ¿Se estaría convirtiendo en un pájaro? ¿O en un ángel? Se preguntó si -de ser un ángel- podría llorar grageas de caramelos a pesar de que no era un bebé, como en el cuento de la Flaca. Esto le produjo tristeza y gracia a la vez, de modo que comenzó a reír y llorar hasta quedar exhausto.
Se quedó dormido otra vez sobre el piso del baño y, cuando despertó de nuevo, vio que le habían salido plumas en las piernas y en los brazos. Las plumas de los brazos eran largas y tenían una curvatura elegante. Jaime las tocó y las sintió suaves pero firmes. Las plumas de las piernas, en cambio, eran más pequeñas y crecían hacia arriba y hacia abajo, entrelazadas.
Nadie le había traído la comida, pero no te-nía hambre. El dolor de cabeza desapareció de repente y le entraron deseos de cantar. Se encontró cantando la melodía que escuchó entonar a la Flaca aquel día en el bus, y se asombró de recordar la letra porque en esa ocasión no había podido memorizarla.
-«Ángel de la calle, con tus alas rotas no puedes volar...» -cantó con una voz triste. Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos con un clic, una detrás de la otra: clic, clic, clic. Algunas cayeron sobre las plumas y se quedaron prendidas; eran bolitas de colores.
Una llovizna fina mojaba los cristales de la ventana.
Afuera de la habitación oyó voces de gente que se movía con prisa. Jaime prestó atención, escuchó tiros y palabras sueltas que no tenían sentido.
-Corran.
-Policía.
-Vienen.
-Fuego.
-Disparen.
Imágenes fantásticas comenzaron a proyectarse en la pared del baño. Una torre de hielo -que reconoció como un nevado enorme- se tambaleó, cayó estrepitosamente y se convirtió en un gran lago. Un lago con olas gigantescas. Comenzó una tormenta y las olas se volvieron caballos enormes, con las crines al viento, que se paraban en dos patas y aplastaban con sus cascos las casas de la orilla. Jaime gritó para espantar a los caballos y se vio a sí mismo corriendo por un sendero que bajaba de la montaña. Su padre estaba allí con los brazos abiertos, pero al abrazarlo desapareció y en su lugar apareció la figura de la tía Meche que lanzaba fuego por los ojos.
Completamente aterrado, Jaime se puso de pie y corrió hacia la ventana con deseos de huir. La abrió y, trepándose sobre una silla, se paró en el filo. En ese momento se dio cuenta de que su cuerpo estaba cubierto, en su totalidad, con plumas y que sus brazos se habían convertido en alas.
Se balanceaba con agilidad al borde de la ventana cuando algo lo impactó en el hombro, dejando en ese lugar una rosa que abrió sus pétalos rojos sobre las plumas blancas.
Jaime cerró los ojos, desplegó sus alas y se lanzó al vacío.
Abrió sus ojos con lentitud a una luz tenue que brillaba a un costado. Estaba rodeado por telas blancas que se agitaban ligeramente por un viento que venía de algún lugar cercano. Se encontraba en una especie de túnel rodeado por paredes móviles.
Del otro lado escuchó voces hablando en susurros y ruedas deslizándose sobre el piso, pero toda la actividad se llevaba a cabo con cuidado y en el mayor silencio posible.
Un olor intenso le recordó cuando, de pequeño, se lastimó la rodilla y lo llevaron al doctor del pueblo para coser la herida. Trató de ponerse de pie sin lograrlo. Lo intentó de nuevo con fuerza y esta vez se dio cuenta de que no estaba en un túnel, sino dentro de un armazón blanco, con los brazos y las piernas extendidas y abiertas hacia los lados. Jaime comenzó a angustiarse, pero afortunadamente sus ojos se cerraron por el peso de sus párpados y se quedó dormido otra vez.
Cuando volvió a abrirlos, se encontró con el rostro de la Flaca que lo observaba preocupada.
-¡Futre, loco, ya te despertaste! Con razón el doctor dijo que ya estabas fuera de peligro, pero todavía tienes que cuidarte y por eso...
Jaime sonrió satisfecho. Ah, la Flaca había regresado. A sus oídos llegaba la voz de la niña, pero no podía entender toda la avalancha de palabras. Sintió que una pequeña mano se posaba en su frente y soñó que era un pájaro con alas muy grandes, de plumas blancas que volaba por un cielo azul pero, de repente, el cielo se volvió gris y un rayo cayó sobre él y lo lanzó hacia el suelo. Gritó asustado.
-No pasa nada. Pero no te duermas de nuevo -la Flaca le agitaba suavemente los cabellos-. Pa-rece que te dan pesadillas, ¿no?
La Flaca, como siempre, adivinaba lo que a él le sucedía. Jaime aguzó su mirada y la observó con detenimiento. Se veía extraña y no se parecía a la Flaca que conocía, pero era ella con toda seguridad porque su voz sonaba igual.
-¿Qué me ves? -preguntó la Flaca y se con-testó a sí misma como lo hizo en aquella ocasión cuando recién se conocieron-. ¡Tu vejez!
La niña rió y Jaime le hizo una mueca. La Flaca estaba peinada y con la cara limpia. También vestía ropa diferente; «ropa nueva», pensó el niño. Le habría gustado poder agacharse para ver si tenía zapatos nuevos, sin puntas recortadas.
-¿Qué fue, Futre, cómo te sientes con tu traje de yeso? —preguntó burlona.
-¿Y tú, Flaca? Ahora también te ves futre, con ropa nueva -su voz le sonó extraña y diferente, como si fuera otra persona la que hablaba.
La niña se levantó de la silla donde estaba sentada y caminó por la habitación, haciendo sonar con fuerza las suelas de sus zapatos.
-¿Oyes? ¡Nu-e-ve-ci-tos! Me los compraron como premio. Son míos desde la tienda y nadie más los ha usado.
Jaime trató de incorporarse para ver los zapatos, pero sólo pudo estirar su cuello. Sí, eran unos zapatos de charol negro con lazos. El esfuerzo lo dejó cansado, apoyó otra vez la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos sin decir nada.
-¿No te gustan? -la Flaca sonó decepciona da-. También tengo otros, unos deportivos, azules con blanco, con suelas grandotas de caucho. ¡Si vieras cómo corro con esos! Pero estos son de señorita, o sea, de modelo...
Jaime frunció la frente. Lo dicho por la Flaca le hizo recordar la última vez que la vio.
-Oye, Flaca, ¿qué pasó con eso de la película y todo? -notó que podía hablar con mayor facilidad que antes.
La niña volvió a sentarse. Cruzó las manos sobre sus rodillas y suspiró.
-Es toda una historia, loco. Cuando estábamos a medio camino del sitio hacia donde me llevaban, me entraron unas iras tremendas. También ayudó un poco lo que tú me dijiste... -y la Flaca se detuvo. Le daba vergüenza admitir que los gritos desesperados del niño y que la llamara «Flaquita» habían influido en sus actos-. Bueno, que me pediste que no me fuera con ellos, entonces decidí no irme y te lancé mi cartera por la ventana con todos mis ahorros y mis cosas esperando que tú la recogieras, y en una esquina, mientras estaba el semáforo en rojo, abrí la puerta de la camioneta y zas, salté y corrí, corrí y corrí. La tipa gritaba y gritaba insultos y cosas, y el hombre se bajó de la camioneta y se puso a perseguirme, pero yo corrí más rápido que él y me escapé.
-¿Y a dónde te fuiste?
-A ver, adivina... -la Flaca le sonrió con picardía, como siempre que le hacía preguntas difíciles.
-¡A la policía!
-¡Y dale con la policía! ¡No seas bruto, Futre! ¿Crees que la policía habría creído lo que yo
le contara? ¿O que iba a hacer algo por una niña como yo?
Jaime admitió en silencio que ella tenía razón.
-Entonces como no puedes adivinar, te cuento: fui a la «cárcel» de los curitas. Sí, ¿qué te parece? Se me ocurrió que yo algo les importaría o, por lo menos, más que a otras personas.
Jaime la miró interrogante.
-Y los curas se portaron «padres», me creyeron y empezaron a buscar a tu tía y a ti, y a mí me
dieron un cuarto donde quedarme, el mismo en el
que tienen la computadora, porque el resto del albergue estaba lleno. Ah, sí, llevaron también al
Pan Quemado, al Bota-la-Pepa y al Negro José,
pero sólo se quedó el Bota-la-Pepa. Los otros me
dijeron que a ellos les gustaba ser libres y se fueron una noche; la Canguro nunca apareció, pero la
están buscando -añadió-. Los curas se comunica¬
ron con la policía y a ellos sí les hicieron caso y,
además, descubrieron la pista de ese señor rico al
que habían secuestrado y mantenían prisionero en
la misma casa que a ti. Y gracias a eso te encontraron, loco, porque estoy segura de que si se hubiese
tratado solo de ti no habrían buscado con el mismo empeño. Y todo fue un relajo completo porque
hubo disparos, muertos y heridos -continuó entusiasta.
Así se enteró Jaime de que la policía había requisado la casa donde lo mantenían prisionero -que pertenecía a uno de los de la banda- que a causa del tiroteo, el Calzón Tierno había muerto y que los otros criminales se hallaban en la cárcel, entre ellos, el Profesor. En cuanto a la tía Meche, luego de huir a Panamá, la atraparon y se encontraba detenida en una cárcel de ese país.
Jaime preguntó por su padre y su tía. La Flaca le contó que la tía había pasado mucho tiempo en el hospital esperando que él se recuperara y que en ese momento se encontraba en el campo arreglando unos asuntos, pero que volvería el fin de semana. Le dijo que su papá estaba enterado de todo y se hallaba desesperado por verlo, pero que no podía volver de España porque las circunstancias no se lo permitían pues estaba de ilegal o sea, no tenía sus documentos en orden- pero que había seguido paso a paso su recuperación y que confiaba en que algún día podría regresar o enviar por Jaime.
Jaime cerró los ojos, cansado. De a poquito volvían los recuerdos aunque confusos y lejanos.
-¿Qué me pasó a mí? Sólo me acuerdo del Calzón Tierno inyectándome con una jeringuilla en el brazo y nada más.
-Ay, mijo, imagínate, dicen que te drogaron, que saltaste por una ventana del segundo piso, que
por suerte caíste sobre unas matas y que por eso no te estrellaste en el piso y te mataste de una. Ah, sí, también te dispararon por equivocación. Te dieron aquí -y la niña señaló su hombro izquierdo. Pero aunque te rompiste un brazo y las piernas, vas a quedar como nuevo y podrás volver a tu casa pronto y tu tía dijo que te va a cuidar con gran cariño porque le dio muchísima pena todo lo que te pasó. -Y... tú, ¿qué vas a hacer? ¿Quieres venir conmigo a mi casa? Ahora que te has quedado sin trabajo, digo -preguntó Jaime con timidez, porque se acordaba de cuál había sido su reacción anterior a esa misma pregunta.
La Flaca se rió con buen humor. Le gustaba la insistencia del niño.
-No, loco. ¿No ves que soy mujer de ciudad? -dijo con aires de pretensión-, pero puedo ir a visitarte algún día y tú también a mí. Ya tengo tu dirección y tu tía sabe dónde está el albergue. He decidido quedarme en la «cárcel» de los curas... por ahora. Lo fastidioso es que me van a obligar a ir a la escuela, pero he pensado que si voy a ser modelo tengo que aprender a leer y escribir bien, aunque cuando me tomen fotos tenga que poner cara de vaca enferma, como tú me dijiste.
Jaime sonrió. La Flaca pretendió ponerse seria. Lo miró con sus grandes ojos verdes, con esa
expresión que tenía antes de hacer una travesura. Jaime esperó atento, presintiendo que algo inusitado iba a suceder.
La niña se puso de pie y se acercó a Jaime, luego inclinó su cabeza y le dio un beso en los labios. Jaime abrió mucho los ojos, asombrado. Ella asintió con su cabeza. Ahora sí se había despedido de él con uno de «esos besos» de las telenovelas... hasta verlo la próxima vez.
La Flaca abrió la cortina y salió caminando, pisando fuerte.
Esa tarde Jaime yacía sin poder comprender lo sucedido; sentía algo hermoso y desconocido para él, que no era exactamente la felicidad de volver a su casa. Aunque no quería admitirlo, en el fondo de su corazón sospechaba que esa nueva sensación podía estar relacionada con la Flaca.
Escuchó toser al paciente del otro lado de la cortina y el llanto de un niño recién nacido en algún lugar del hospital.
«Seguro que no es un bebé abandonado», pensó Jaime, por lo menos no lo era en ese momento porque tendría a su mamá a su lado. ¡Los bebés eran tan pequeños!... Como la criatura que la Canguro le encargó aquella tarde de lluvia.
Lo más probable era que él también algún día fuera papá... Este pensamiento lo sorprendió, pues nunca antes se le había ocurrido. Pero era verdad. Entonces tendría un hijo varón, un niño, porque las niñas eran un poco complicadas y difíciles de entender. Y a su hijo le enseñaría a encontrar la Cruz del Sur en el cielo, a subirse a los árboles, a hacer catapultas, a silbar y todo lo importante que un niño debe saber.
Y jamás lo abandonaría.
Afuera, la noche salió a jugar en la ciudad. Pasaron las horas y, entre el alba y el amanecer, la bola de ruido dejó de rebotar hasta quedarse completamente quieta y silenciosa, suspendida sobre la red de calles y edificios, en espera de lanzarse al nuevo día.